Cuando al candidato electo López Obrador se le ocurrió terminar con la obra de infraestructura más importante de Latinoamérica en Texcoco, sabíamos que era una locura. El tiempo lo probó. Al país le costó 360 mil millones de pesos tirarlo y tres o cuatro veces más en oportunidades perdidas de crecimiento por su impacto económico negativo en la industria turística.
Ahora viene otra locura peor: borrar la independencia del Poder Judicial. A diferencia del aeropuerto, que era visible, el problema de acabar con la independencia judicial no lo percibe la mayoría y no tiene conocimiento de la gravedad del asunto.
Quienes se dicen morenistas preparados, digamos Marcelo Ebrard, Juan Ramón de la Fuente, Ricardo Monreal y Olga Sánchez Cordero, saben que la iniciativa destruye décadas de lucha democrática en México. Porque no es lo mismo tumbar una obra que llevaba 5 años que romper la columna vertebral de nuestras libertades, de nuestra justicia.
Si a eso sumamos la pérdida de autonomía de instituciones que se han vuelto vitales para nuestra democracia como el Instituto Nacional Electoral, el Instituto de Acceso a la Información Pública o la mismísima Universidad Autónoma de México, perderíamos todo por un capricho. Por una vergonzosa venganza política.
Es incomprensible cómo personas que suponemos racionales, patriotas, con prestigio en el exterior pueden atreverse a validar un crimen político contra las instituciones. ¿Cómo validar la eliminación de los diputados y senadores plurinominales, si fueron un diseño para dar voz a las minorías?
Por más que le demos la vuelta, la credibilidad de la próxima presidenta, Claudia Sheinbaum, está en juego. No debe caer en la irracionalidad, en el capricho que significa el despojo de derechos como el juicio de amparo o la independencia judicial, cimientos indispensables de un Estado moderno. ¿Para qué tener un doctorado y gran experiencia política si no se comprende y detiene la magnitud de ese despojo a los ciudadanos?
A menos que la idea sea cambiar de régimen. Que exista un plan perverso para que López Obrador siga gobernando desde cualquier lugar y durante el tiempo que quiera, tal como lo hace Nicolás Maduro en Venezuela. Para la propia Claudia sería mejor darle largas al asunto y al llegar a Palacio, entonces sí, diseñar una auténtica reforma para modernizar los procesos judiciales, para agilizar las sentencias, para eliminar burocracia y corrupción que hay en los juzgados, sobre todo la que se da entre actuarios y funcionarios menores.
Lo único que debe hacer la presidenta electa es enviar una señal a diputados y senadores de su partido para que detengan la decisión. Si lo hace, sabrán que ella es quien va a mandar los próximos seis años y con ella tendrán que cuadrarse y no con quien residirá en un rancho llamado “La Chingada”. Esa decisión borraría del mapa al lopezobradorismo. Si así lo decide Claudia, tendrá despejado el camino para modernizar las instituciones sin destruirlas, para perfeccionar el funcionamiento, no solo del Poder Judicial sino de todo lo que quedó obsoleto a través del tiempo. Ella empujó la transformación de la CDMX en procesos digitales, incluso obtuvo un premio de Singapur por sus avances.
Claudia puede gobernar desde el primero de septiembre. Pero la esperanza se reduce cuando recordamos que hace seis años teníamos la esperanza de que López Obrador respetara el trabajo y los ahorros de millones de mexicanos que se empeñaron en construir el mejor aeropuerto de Latinoamérica y lo tiró a patadas sin ninguna razón. Claudia puede y debe gobernar desde el primero de septiembre.