Chiapas, México.- No sabe leer ni escribir. Solo habla tseltal, la lengua de su pueblo. Fue acusada sin pruebas de matar al hombre que la violó. Pasó un año y dos meses en prisión después de una investigación nula —denuncia su defensa legal— y un proceso plagado de negligencias e irregularidades. Esta semana un juez la liberó y la absolvió de todos los cargos, pero el daño ya estaba hecho: la condena cumplida, a pesar de su inocencia; el trauma psicológico; el abuso del que fue víctima.
Juanita nació en San Juan Cancuc, un pequeño municipio de la región montañosa de los Altos de Chiapas, poblado en su mayoría por miembros de su misma etnia, los tseltales. Su historia no es, ni mucho menos, única. Sigue los patrones de una realidad desigual que se repite. Una dinámica sistemática que “criminaliza e invisibiliza” a las mujeres indígenas y se traduce en un “ocultamiento por parte del sistema de justicia de las agresiones sexuales feminicidas de las que son víctimas”, en palabras de Colectiva Cereza, una organización en defensa de los derechos humanos que ofrece “acompañamiento legal y psicosocial” a mujeres encarceladas.
“Hay muchas Juanitas en las prisiones, pero el caso de Juanita es emblemático, es una agresión sexual feminicida que fue ocultada por la Fiscalía de Justicia Indígena, lo cual es gravísimo. Lo hicieron para acusarla de homicidio calificado”, protesta Patricia Aracil, integrante de Colectiva Cereza, una de las acompañantes que ha tenido Juanita en su proceso legal. La joven tseltal cambió su comunidad rural por la ciudad de San Cristóbal de las Casas, meses antes de que todo ocurriera, “como muchas mujeres migrantes que vienen buscando trabajo y una mejor vida”, continúa Aracil. Tenía 18 años y encontró empleo como niñera con su hermana.
Un día conoció en un parque a Juan. Él era un vendedor ambulante de cigarrillos, caramelos, golosinas. Como ella, procedía de San Juan Cancuc, pero pertenecían a dos mundos separados por un abismo de género, explica Aracil: “Hay diferencia entre los dos culturalmente. Una mujer indígena se somete a un hombre”. Juan, además, tenía 56 años y dos esposas, hablaba castellano y poseía estudios de secundaria. “Es probable que esto que hizo lo hiciera anteriormente”, dice la activista.
Juan empezó a acosar a Juanita. La llamaba decenas de veces al día, le decía que quería ser su pareja, que le iba a dar todo, que ella no iba a tener que volver a trabajar. “Intentó por todos los medios conquistarla”, resume Aracil. Juanita le rechazó en cada ocasión. Era consciente de que ya tenía dos mujeres y no quería estar con un hombre que le sacara tantos años. Pero él no aceptó las negativas y la insistencia se transformó en amenazas.
Nadie la ayudó
Juan le aseguró que conocía a un brujo que podía maldecirla si Juanita no le aceptaba. Ella se asustó y dejó de responder a sus llamadas. Él se esfumó y, durante un tiempo, las cosas se calmaron, pero Juan reapareció. Le dijo que había estado en San Juan Cancuc y le había traído de regalo un costal de maíz tierno y recién cosechado. “Culturalmente eso es muy importante, ella llevaba unos meses sin tener acceso a elotes de su región, así que dijo que sí”, señala Aracil.
Todo era parte del plan de Juan. Engañó a Juanita para que fuera a la habitación en la que vivía, en la segunda planta de una especie de pensión donde se alojaban decenas de personas, en el barrio de Guadalupe. “Tienes que venir a mi cuarto a por los costales, es ahora o nunca, si no los vendo mañana en el mercado”. Eran las cuatro de la tarde del 14 de marzo de 2022. Ella aceptó ir por el maíz, pero planeaba entrar y salir tan rápido como fuera posible. Su hermana la despidió con un: “Ten cuidado”.
Juan mandó un taxi a buscarla. La recibió en su cuarto. Quiso que comieran juntos el maíz. Ella quería salir de allí pero aceptó, según el relato que le contó a Aracil. Después de comer, él propuso tomar alcohol. Ella nunca había bebido antes y se negó, pero Juan cerró la puerta de la habitación y se guardó la llave en el pantalón.
Juanita empezó a llorar. Él le sirvió un líquido blanco en un vaso, un licor que ella luego recordaría “muy fuerte”. Le dio ganas de vomitar. Él lo mezcló con un refresco para que supiera más suave. Le obligó a beber uno, dos, tres vasos. Juanita cada vez lloraba más fuerte. Comenzó a sentir náuseas. Juan esnifó un polvo blanco “como la harina” y quiso que ella también lo aspirara, pero la joven se negó. Cuando acabó el tercer vaso, la redujo y la violó. “Juanita intentó quitárselo de encima todo el tiempo”, narra Aracil. Finalmente lo consiguió. Juan cayó al suelo. “A partir de ahí, ella no se acuerda de nada”.
Durante todo ese tiempo, Juanita gritó y pidió auxilio. En el juicio se acreditó que al menos 15 personas entraron y salieron de la pensión mientras todo ocurría, testigos que pudieron oírla. La casera incluso confesó que escuchó el llanto de la joven, pero no quiso inmiscuirse en los asuntos de sus inquilinos. Nadie hizo nada. “Nadie acudió en su ayuda”, lamenta Aracil.
Traumas, heridas y confusión
Después todo es confuso. Juan apareció muerto con signos de violencia que no pudieron vincularse a Juanita. Ella se despertó en la planta baja de la casa, con ropa distinta a la que llevaba antes de desmayarse y policías que no paraban de hacerle preguntas. No entendía el castellano, no podía defenderse. “Estaba en una situación de bastante inferioridad”, asegura Aracil. Un doctor de la propia Fiscalía acreditó que la joven se encontraba “en estado de confusión”. Estaba desorientada, tenía las pupilas dilatadas, heridas y hematomas por todo el cuerpo, no entendía cómo había llegado a ese lugar.
Un peritaje posterior, encargado por Colectiva Cereza, determinó que existió una violación de Juan hacia Juanita. “Además, hay testimonios de los mismos profesionales del área técnica del Cereso 5 [Centro de Reinserción Social, la prisión en la que fue encarcelada], una enfermera, un psicólogo, una de las abogadas, la escuchan y ven que tiene sintomatología traumática”, sostiene Aracil. El diagnóstico, afirma la activista, es claro: trastorno por estrés postraumático por “violación sexual feminicida concatenado con un trastorno mental transitorio”. Juanita estaba en un estado de “conmoción” tal que cada vez que se presentaba ante el juez, se echaba a llorar.
“La Fiscalía no investigó y ocultó la violación. Durante el juicio oral no presentaron ninguna prueba de su participación en la muerte de Juan [que sigue sin resolverse]. Está sin esclarecer quién lo mató. El perito criminalista dice en su informe que el espacio está contaminado, que no se preservó y no puede garantizar si el cuerpo de Juan ha sido manipulado. Cuando él llegó había tres personas de la Fiscalía dentro del espacio haciendo fotografías que no sabe para qué eran”, abunda Aracil.
La activista aprovecha para denunciar la situación de la justicia en Chiapas, donde, asegura, la independencia judicial está condicionada por intereses externos. Sin embargo, Aracil cree que gracias a la presión de los medios y de Colectiva Cereza se logró que este caso fuera distinto: “Esperábamos otro tipo de sentencia con perspectiva de género que hubiera puesto por delante todas omisiones de la Fiscalía al respecto, la responsabilidad penal que tienen por haber ocultado la violación sexual feminicida, pero sí reconoce que hubo violencia sexual”.
Juanita fue absuelta de todos los cargos y liberada. Ahora “está mucho mejor”, dice Aracil, de vuelta con su familia en su comunidad, pero los daños siguen ahí. “Para una mujer de pueblo originario es muy fuerte y difícil reconocer que ha sido violada, más si es negado por la autoridad”, apunta. Y reitera que casos como este no son excepciones, que en Chiapas se repiten con demasiada normalidad. Que quedan muchas Juanitas.
JFF