Acapulco, Guerrero.- Sorprende siempre que el paraíso contenga el mismo infierno. Que la belleza de un río caudaloso, de las montañas pintadas de verde, escondan, en realidad, la guerra. Porque, ¿Cómo se le llama, si no, a la tensión que vertebra la vida entre balaceras y explosiones? La incoherencia estética confunde, pero apenas aparece en las conversaciones de Nuevo Caracol. 

En parte porque la belleza es solo disfraz. De ahí mismo, de los cerros que rodean la comunidad, han venido los drones estos meses. Y de los drones han caído las bombas. Del mismo lugar llegaron los balazos, una lluvia de plomo visible en decenas de casas del pueblo.

El patio de Araceli Santana revela las consecuencias de los ataques. La mujer, de 40 años, vive frente a la cancha de la comunidad, parte del municipio de Heliodoro Castillo, en el Estado de Guerrero. 

Una mañana de agosto, a eso de las 9.30, estaba preparando la masa de las tortillas en su cocina, cuando un artefacto cayó del cielo, golpeó una de las planchas de zinc que cubren el patio, y explotó. “Queda una como sorda y además llegan lejos”, dice Santana. “A un muchacho le llegó un trozo de otra bomba que cayó en la cancha y le rajó la panza”, añade.

La mujer cuenta que lo de las bombas empezó en mayo y ha seguido hasta el pasado 28 de agosto, cuando cayeron las últimas. Han sido decenas estos meses, muchas veces acompañadas de los balazos que lanzan desde el cerro. “Lo que hacemos es escondernos en una cuarto de material”, explica la mujer. 

Se refiere a una casa con techo de cemento y no de lámina, predominantes en Nuevo Caracol. Las bombas, artefactos caseros rellenos de clavos, pólvora y tuercas, no pueden con ellos.

Es la guerra de bajo coste, con bombas de bajo coste, para casas de bajo coste, que cubren a vecinos de segunda. El sacerdote Filiberto Velázquez, que ha venido a traer víveres a la comunidad, recuerda con ironía el retén militar que funciona cerca de allí, junto a la presa hidroeléctrica de El Caracol. 

“El Ejército defiende la presa y los sicarios defienden al pueblo”, señala. Y es verdad. En la comunidad, camionetas con muchachos armados van y vienen, aguardando al siguiente dron, la siguiente balacera. Las entradas del pueblo están tapadas. Los pobladores cubrieron la que viene de la presa con toneladas de tierra. Adoquines, un carro y una manada de burros, cierran el puente sobre el río.

Parte de la antigua geografía de la Amapola, de la economía del opio, Nuevo Caracol y otras poblaciones de la orilla del río Balsas, frontera entre las regiones Centro y Tierra Caliente de Guerrero, sirven estos días de trinchera a grupos criminales, que tratan de avanzar y resistir. Los que atacan a bombas y balazos desde los cerros, dicen los vecinos, son parte del grupo criminal La Familia Michoacana, con fuerte arraigo en Tierra Caliente. Los que se defienden, añaden, son parte de Los Tlacos, que agarran el nombre de la cabecera municipal de Heliodoro Castillo, Tlacotepec.

La frontera renace en Guerrero, tierra de montañas y pueblos aislados y pobres, víctima del poder creciente de las mafias. Modelo de pacificación hace tres años, las cicatrices sucumben ahora ante el poder del fuego. Los asesinatos aumentan. Aparecen trincheras en todos lados. Criminales atacan bares en Acapulco y dejan restos humanos en cubetas en la calle. Cadáveres tiroteados yacen abandonados en cunetas en la Costa Chica. La región Centro vive la tensión impuesta por viejos grupos, capaces de bloquear la capital del Estado, como ocurrió en julio con Los Ardillos.

Quizá nunca existió la paz, puede que no apareciera entre los objetivos de los gobernantes. Pero ocurría. Nadie dudaba de que las extorsiones sangraban a la región de Tierra Caliente, que la Montaña baja podía prenderse en cualquier momento, siempre en Chilapa y sus comunidades, que las mafias de la Costa Grande mandaban, y mucho. Pero, por algún motivo, los asesinatos iban a la baja. Y la paz se dibujaba como un arcoíris, poderosa, sorprendente. Pero también pasajera.

Hasta agosto de este año, el Estado ha registrado 965 víctimas de asesinato. La proyección es que a finales de año se superen las 1650, cifra que la región no veía desde 2019. Son números lejanos a los alcanzados en los peores años del Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), cuando hubo algunos en que se registraron más de 2.500 víctimas. Pero las masacres del último año y medio en Tierra Caliente y las demostraciones de poder de las mafias en la zona Centro, Chilpancingo y Acapulco, hacen temer lo peor, igual que los drones bomba de Nuevo Caracol.

Las minas

Juan maneja un negocio en la parte baja del pueblo. Su nombre verdadero no aparece aquí porque, explica, tiene familiares en Apaxtla, punto fronterizo. Juan dice que La Familia Michoacana controla Apaxtla y ya en estos meses, el grupo ha detenido incluso camionetas de pasajeros que cubren el trayecto hasta la comunidad, obligando a que se dieran la vuelta. 

Como parte de la economía criminal que impera en la zona, el mero hecho de vivir en un pueblo te convierte, a ojos del contrario, en parte del grupo con el que pelean.

En el negocio de Juan, las últimas bombas cayeron el 8 de agosto. “También nos rafaguearon”, cuenta el hombre. 

“Yo estaba cocinando y nos cayó una bala aquí”, explica, señalando la ventana de la cocina. La bala destruyó el cristal que protege la estufa. “Empezó a mediodía, primero una bomba y luego las balaceras”. Preguntados por el lugar exacto del que venían, él y otros vecinos señalan el cerro que está justo enfrente. 

Es raro, parece lejano. “Los michoacanos”, como les llaman aquí, tiran desde lejos. Lo del dron parece sencillo, pero disparar contra el pueblo desde el cerro es un ejercicio que implica superar distancias de cientos de metros.

Si imaginar los rituales de puntería de los atacantes exige algo de imaginación, ubicar sus intenciones parece cuestión de brujería. ¿Qué quieren los atacantes? ¿Para qué machacan Nuevo Caracol? Los cultivos de amapola prácticamente desaparecieron de las laderas de Heliodoro Castillo, ¿Cuál es el interés? Juan responde, sin dudar, que es por la minería. “Aquí en Caracol no hay minas”, explica, “pero es la puerta de entrada a Heliodoro Castillo, Tlacotepec, y ahí está lleno”.

El mapa de minas de Guerrero, importante productor de oro desde hace años, rodea Heliodoro Castillo por el norte, pero no parece tocar el sur del río Balsas. O, al menos, las empresas mineras, que reclaman mayor inversión en el Estado, no han puesto sus manos todavía sobre la región. Juan apunta esta última posibilidad y dice que los grupos asumen que en algún momento se desarrollara la industria en la zona.

A cuatro casas del negocio de Juan está la de Raúl Valladares. Desde hace cuatro meses, Valladares, de 41 años, carga un rifle R-15 y un radio comunicador. Matarife de profesión, buscavidas de vocación, explica que Los Tlacos le dijeron que se viniera para Nuevo Caracol cuando las bombas empezaron a caer en el pueblo. Para entonces, vivía en Cuernavaca. La perspectiva de una vida emocionante le trajo de vuelta a la comunidad. Su casa está prácticamente vacía. 

En un cuarto hay una moto, en el otro, su cama. En la entrada, encima de una silla, su rifle y un macuto con un cargador y decenas de proyectiles.

“Apenas me escapé de los michoacanos”, explica. “Creo que fue en junio. Yo estaba en el puente amarillo y les vi venir, les avisé a los sicas de aquí de que estaban bajando”, dice en referencia a los sicarios de Los Tlacos. 

“Me agarraron justo en el puente y me les escapé corriendo”, cuenta. Preguntado por el motivo de esta guerra extraña, Valladares ignora las minas. “No”, dice, “pasa que los michoacanos ya quieren bajarse a gente de aquí. Pero ahora hay gente de nosotros ahí, en el filo”, añade, mientras apunta a la línea que el cerro dibuja en el horizonte. “Ahorita están cuidando”, zanja.

Los niños

Guerrero es difícil de entender. Decenas de grupos armados manejan porciones de territorio con fines tan cambiantes como opacos. Algunos revisten sus modos de ideales políticos. De hecho, algunos asumen incluso esos ideales con cierta seriedad, caso de las primeras policías comunitarios del Estado, la CRAC, nacida en la década de 1990, y su hija díscola, la UPOEG. Ambas aparecieron para ponerse al servicio del pueblo y su seguridad.

Con los años, sin embargo, es difícil saber si toda la CRAC y toda la UPOEG y todas las variantes nacidas o no bajo sus alas responden a esos viejos ideales. El empuje de grupos criminales cuya única política es la sangría económica y el capitalismo salvaje distorsiona todo, hasta el punto de que parte de las policías comunitarias usan el disfraz de sus viejos ideales para poner en práctica trapicheos varios.

Los Tlacos, por ejemplo, se presentan como un grupo de protección en Nuevo Caracol. Puede que así sea, pero lejos de allí mantienen batallas cuyos fines resultan poco claros. Así, por ejemplo, el caos de julio en Chilpancingo respondía precisamente a la batalla entre Los Tlacos y Los Ardillos, grupo decano del mapa criminal del centro del Estado, con fuertes relaciones políticas. Este verano, la alcaldesa de la capital apareció en un video con el líder de la banda, Celso Ortega.

Tlacos y Ardillos pelean supuestamente por el control de las rutas de transporte de la zona, pero también por la industria avícola de la región. Es decir, por los pollos. Algunos dicen que los criminales quieren cobrar sus extorsiones incluso a los productores de tomate. Sea como sea, la fábula de David y Goliath, tan fácil de trazar en Nuevo Caracol, carece de sentido en otras partes, y presenta a Los Tlacos como un actor criminal cualquiera, despiadado como el que más. Lo mismo ocurre con La Familia Michoacana, con Los Rusos de Acapulco, o antes con los célebres Guerreros Unidos o Los Rojos.

Entre disfraces y descaros -porque hay grupos que no se molestan ni en esconder sus intenciones- quedan, como siempre, las víctimas. El señor Juan, Araceli Santana, o las decenas de niños y niñas que avispean por el pueblo, sin saber muy bien qué hacer. Hoy, con la llegada del padre Filiberto Velázquez, todos parecen, al menos, entretenidos. Los niños se acercan a los de afuera a ver qué pasa.

El sacerdote Filiberto Velázquez Florencio durante su visita al Nuevo Caracol en el municipio de General Heliodoro Castillo, Guerrero.

Velázquez ha traído útiles escolares para chiquillos que no pueden ir a la escuela. Primero por la pandemia y, ahora, por las bombas, los maestros no llegan. Velázquez, en sintonía con los curas combativos que tratan de denunciar la violencia en México, graba un vídeo con la muchachada exigiendo una solución al Gobierno.
Los niños necesitan ir a clase. “No es posible que estos niños sepan diferenciar entre calibres de R-15, 50 o de cuerno de chivo y no sepan sostener una lapicera”, critica en la iglesia de la comunidad.

Es literal. Los niños, las niñas, guardan balas percutidas, casquillos, metralla de las bombas. Hablan de los sicas, los sicarios, como otros hablan de Leo Messi o Aitana Bonmatí. Habituados al contexto bélico, dicen que es mejor no tocar la metralla porque “los michoacanos” la rocían de matarratas. Quién sabe. Juegan a los drones con bombas, los niños, que tiran piedras al techo del mercado, agujereado precisamente por una de las bombas. Los mayores les abroncan. Hay una colmena cerca y es peligroso. El mismo concepto de peligro puede resultar ridículo en este trozo de sierra.

JFF 

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