Fueron los cafés, como lo son hoy día, lugares de esparcimiento, pero también escenarios de incontables actos de la vida pública que involucra a la política y al ejercicio de la libre expresión. No es gratuito que los primeros cafés surgieran en Francia, a partir de que llegara a aquel país, de la mano de un embajador turco, esa bebida fuerte y reconfortante que es el café.
Era junio de 1785 cuando llegó a México el virrey Bernardo de Gálvez, hijo del virrey recién fallecido, don Matías, y sobrino del poderoso ministro de Indias, don José de Gálvez. Al llegar a la ciudad de México, se hizo, muy pronto, un gobernante popular, porque gustaba de mostrarse generoso con el pueblo. A él debemos, indirectamente, la llegada de los cafés a la ciudad de México.
Acompañando a don Bernardo llegaba una criolla francesa de Nueva Orleáns, de quien se dice era una mujer hermosísima: Felícitas de Saint Maxent, esposa del virrey. Con ella llegaban sus dos hermanas, famosas también por su belleza, y con ese trío de beldades, aparecieron en la vida cotidiana de los mexicanos un par de asuntos que estaban llamados a tener larga vida: uno, los generosos escotes “a la francesa”, sin chal ni tápalo (ese pudoroso invento con que se cubrían las novohispanas), y el otro, los cafés.
A fines de 1785 o a principios de 1786, se tuvo noticia de la apertura de un nuevo establecimiento. Un mesero pregonaba, a las puertas del lugar, su novedad: allí se podía tomar, “al estilo de Francia”, “café con molletes”.
El “estilo francés” consistía en mezclar café con leche y azucararlo. Un simple café con leche, pues. Los molletes eran lo que hoy llamaríamos mantecados o panqués. Para los novohispanos, acostumbrados —y enviciados—con el chocolate a mañana, tarde y noche, la posibilidad de degustar esta novedosa bebida, se convirtió, rápidamente, en un indispensable de todos aquellos que podían pagarse un rato de esparcimiento y disfrute.
Convertidos en los nuevos espacios de la vida pública, era natural que los cafés fueran escenarios de la vida política, de la “grilla” en las más variadas expresiones, tanto en Europa como en la América española, fueron los cafés sitios donde circularon los papeles que hablaban de la necesaria independencia, y en ellos se montaron tertulias que disfrazaban conspiraciones de variado nivel, unas más exitosas que otras.
A partir de la consumación de la independencia, los cafés, consolidados como espacio de políticos, periodistas e intelectuales, se convirtieron en algo más que un sitio donde beber café con leche. El menú creció considerablemente, pues clientes había que desayunaban, comían y cenaban en su establecimiento favorito, donde, además, atendían sus asuntos políticos, preparaban sus textos periodísticos, se enteraban de las novedades y hasta montaban partidas larguísimas, casi permanentes, de ajedrez.
Así, en la primera década del siglo XIX se supo de los cafés de Manrique (al que se dice, al menos en una ocasión, acudió Miguel Hidalgo) y de Medina, donde se le podía agregar al café “unas gotas de refino”, destilado pariente del tequila y del mezcal.
Si al principio se admitía en los cafés un juego de cartas y un tablero de ajedrez, con el tiempo el repertorio se amplió: se agregó el dominó y establecimientos hubo que montaron espacio para jugar bolos y hasta billar.
Famoso fue en tiempos de Antonio López de Santa Anna el Café del Águila de Oro, donde una bebida muy socorrida eran los “fosforitos”, bebida medio mortífera, hecha a partes iguales de café y aguardiente. Otro muy frecuentado, cuenta Guillermo Prieto, era el Gran Café del Sur, que estuvo donde después nació el Centro Mercantil. Sus tertulias literarias fueron de las más famosas.
Otro de los grandes cafés decimonónicos fue el Progreso; nacido en 1842 y que estaba llamado a tener larga vida y a ser de los preferidos del periodismo liberal, no solamente de aquellos que escribían las páginas políticas, sino de aquellos que se encargaban de las reseñas de teatro y de ópera.
Fueron muchos y renombrados los cafés capitalinos: el Café de las cuatro naciones, el Café de la Concordia, el Café-sociedad el de El Bazar, que se hizo famoso por ofrecer el helado “Pío-Pío”, del que no tenemos datos del sabor, pero sí que se llamaba de esa manera en honor al papa Pío Nono.
Nombres como La Bella Unión, el “Gran Café” y el Café del Cazador, aún tienen ecos en las calles de la Ciudad de México. De vez en cuando, una placa sobreviviente señala el emplazamiento de estos lugares entrañables.
La opinión expresada en esta columna es responsabilidad de su autor (a) y no necesariamente representa la postura de AM Hidalgo