Fui a una fiesta familiar a Santiago Tulantepec, a la casa de mis bisabuelos, de mi abuela y donde corrí y jugué casi todos los fines de semana cuando era niña. Me invadieron los recuerdos, pues ahí muy cerca estudié también la secundaria. Las narraciones que hacían mis compañeros o mis primos, en especial lo que le pasó a mi bisabuelo con la Llorona en el estanque de la fábrica, o a mi tío Tanis a quien acusaban de nahual solo por ser un alma de Dios con los perros.
En una ocasión mis primos y yo decidimos quedarnos cerca de un viejo puente por donde pasaba la vía del ferrocarril, a esperar (sin resultados) el paso de la mítica gallina, porque la leyenda del famoso puente de “la gallina” dice que después de la medianoche emerge de entre los matorrales una gallina cacareando, seguida por unos polluelos, que posteriormente se vuelven a perder entre la maleza.
De niña bajaba en bicicleta o en avalancha por la recién pavimentada (en ese entonces) calle Juárez, parte de mis rodillas se quedó ahí.
Me contaban las leyendas del puente de Ahila, de los duendes de la fábrica. Por esa razón cada vez que iba a la Loma a visitar a mi tío Jesús, atrás de la fábrica, buscaba entre los huecos que se percibían del drenaje, cualquier indicio, ya sea de una sombra o un sonido que me permitiera imaginar, un pie o una huella de duende.
Hoy veo con nostalgia el manantial de Ventoquipa o el paraje que se formaba bajo las sombras de los ahuehuetes (supuestamente sembrados por Moctezuma en la época prehispánica). Tengo muy bellos recuerdos de ese lugar: aún vi ahí cangrejos. Ahí jugué muchas veces futbol con mis primos y mis tíos, después comíamos unas enchiladas o tlacoyos que me sabían deliciosos, quizá por el cansancio.
Mi maestro de educación física nos llevaba a correr hasta el Salado. Yo corría diario, desde que me bajaba del camión al oír los gritos del director que nos conminaba a no llegar tarde. Los maestros fueron muy buenos: con Gudelia amé la Historia, con el profe Carro las matemáticas, con Julia las Ciencias Naturales. Las peleas de los hombres saliendo de la escuela y bajar hasta el centro caminando con mis amigas; a veces pasábamos a jugar maquinitas, que en ese entonces era Pac Man.
Recuerdo los relatos de brujas o de ovnis en Tilhuacán. Los apodos de chototapa y sus acérrimos rivales: los “tlalizates” (oriundos de Cuautepec) y los “alverjoneros” (de Tulancingo).
Acompañaba a mi abuelita, a mi mamá y a mis tías a la plaza los domingos. Ellas saludaban a casi todas las personas y me asombraba que supieran el nombre de cada una. En la secundaria viajaba a veces en un camión parecido al de la imagen y otras en taxi.
Lo que me hace recordar al Santiago de mi infancia son los deliciosos flanes de maicena, los guajolotes de huevo con las nenas o las enchiladas de mole con Julia, los silbidos de la fábrica siempre puntuales, 8:30, entrar al colegio, 2:30, hora de comer, y un disminuido peregrinaje de niños en bicicleta con suma prisa para dejar los tacos a sus padres en la fábrica, así como uno que otro trabajador con su inconfundible camisola azul rey. Cada vez que voy a Santiago a visitar a familiares o amigos, disfruto de los recuerdos de mi niñez y los que seguimos construyendo.