Madrugada del 3 de mayo de 1915.
Sofía temblaba de frío y de miedo en la oscuridad. A pesar de que había recorrido ese túnel alguna vez, siempre lo había hecho en compañía de su familia y con luz… Por la zozobra, no había podido dormir y harta de la cama decidió adelantar su salida, a sabiendas de lo que eso significaba. No saldría del túnel hasta la hora acordada, le daba terror recordar lo que los revolucionarios, del bando que fueran, eran capaces de hacer; apenas un año atrás, a la entrada de los carrancistas a la ciudad, había presenciado junto con su madre, la señora Francisca, el acto más espeluznante que jamás había visto: los soldados saqueando a la Catedral, y además, colgando a la Virgen, a Cristo y a todos los Santos en los árboles de La Floresta. Francisca, su madre, le había tapado los ojos y aun así había alcanzado a ver. Cada vez que llegaban las tropas las madres corrían a esconder a sus hijas. Francisca metía a Sofía, su única hija, al secreto túnel de la familia, que originalmente llevaba hasta el cerro del Tezontle, pero con el paso de los años y de los derrumbes sólo llegaba a la calle circular, a una propiedad de la familia que tenía una pulquería al frente y, por atrás, un cuarto que guardaba celosamente la salida del túnel familiar. Debajo de esta salida estaba Sofía, esperando la hora señalada. A sus 20 años había recorrido este túnel cada vez que una tropa entraba a Tulancingo.
El padre de Sofía, un rico comerciante tulancinguense, le había enseñado que el verbo carrancear describía muy bien la actitud de los hombres que habían tomado la ciudad desde noviembre del año anterior. Sin embargo, Sofía había conocido entre esos hombres a uno distinto: Miguel Duarte. Lo conoció un domingo en la Floresta, ella salía de misa, él estaba afuera, junto con algunos de sus compañeros, sus padres la llevaban en medio y aun así Sofía pudo sentir la mirada de aquel joven con rasgos norteños. Sin que los distinguidos padres de Sofía se dieran cuenta, Miguel los siguió hasta su casa. Y desde ese día, cada vez que Sofía miraba a la calle por su balcón veía a este norteño de ojos rasgados y con barba espesa y eso bastaba para alegrarle el corazón.
Sofía suspiró, sus padres jamás hubieran consentido ese noviazgo. Miguel Duarte era, además de pobre, un carrancista, para su padre eso era el equivalente a un ladrón, para su madre, un blasfemo hereje. No conocían su historia, Sofía sí. Durante largas horas de la madrugada en su balcón, Miguel Duarte le había contado cómo entró a la “bola”, motivado por ideales de cambio y lleno de rencor contra el usurpador. Le contó sobre el dolor de la guerra, sobre las heridas y la muerte. Sofía sabía que Miguel Duarte no era un ladrón, ni mucho menos hereje, pero a sus 20 años era menor de edad y no disponía de la libertad ni siquiera para escoger novio. A menudo envidiaba a las jóvenes que vivían en la Calle Circular, algunas veces que acompañaba a su padre a cobrar las rentas, veía a las mujeres de su edad, trabajando, valiéndose por sí mismas, mientras que ella estaba condenada a depender, primero de sus padres, y luego del marido que ellos le buscaran.
Inútil para trabajar, no sólo porque no sabía hacer más que cocinar y bordar, sino porque entre las mujeres de su clase, era casi pecado ganar dinero con esfuerzo, Sofía avergonzaba a sus padres cada vez que expresaba su deseo de ser independiente. Eso era en lo que más congeniaba con Miguel Duarte, en sus ganas de cambiar el mundo, en sus ganas de encontrar libertad.
Y por eso estaba ahí, muerta de frío y de miedo, esperando a que el silbato de las fábricas sonara para salir de su escondite y encontrarse con Miguel Duarte, quien la estaría esperando en la puerta de la Iglesia de los Angelitos, ahí en la esquina de la Calle Circular y la Calle de los Peregrinos. Sofía escuchaba a lo lejos los estallidos de los cuetes por los festejos del día de la Santa Cruz y esperaba anhelante la hora en que el vapor hiciera sonar al silbato.
Puntual, como siempre, sonó el silbato, Sofía apenas lo escuchó en medio de la algarabía de los cuetes del 3 de mayo. Salió corriendo, cubriéndose la cabeza con su rebozo, en parte por el frío, en parte para que no la reconocieran. Pero, a medida que se acercaba a “los angelitos”, se percataba de que no había nadie parado ahí, nadie con la silueta de Miguel Duarte. Él le prometió que estaría ahí, esperándola, que cuando sonará el silbato él se levantaría del piso sólo para ver su figura recortándose en el horizonte. Él prometió… pero no estaba, Sofía todavía guardó la esperanza hasta un metro antes de llegar a la puerta de la iglesia. Fue hasta ese momento en que se dio cuenta de que la Ciudad estaba agitada, eran demasiados “cuetes”, la gente corría y a lo lejos se oían gritos de mujeres y de niños. En la puerta de la iglesia comenzaron a juntarse algunas personas que como ella estaban confundidas pues no sabían que pasaba hasta que un joven obrero con la cabeza sangrando les gritó que habían entrado los Villistas a la Ciudad, tomando desprevenidos a los Carrancistas, y a la orden de no dejar uno vivo, estaban dejando un reguero de muertos. Antes de que Sofía pudiera reaccionar, una nueva andanada de “cuetes” hicieron a la gente dispersarse, Sofía corrió al lugar que le parecía más seguro: el túnel. Entró temblando de espanto al pensar que Miguel Duarte pudiera estar tirado en la calle con un agujero entre esos enormes ojos que tanto le gustaba contemplar. Consolándose a sí misma se decía que Miguel Alonso no pudo haber sido sorprendido, pues estaba despierto, esperando la hora de escapar con ella. En la entrada del túnel, la decisión más difícil de su vida la hizo detenerse: si entraba a ese agujero oscuro, del otro lado la esperaba la seguridad de su hogar, la comodidad y el amor de su familia, pero también la inmovilidad y la certeza de que, de quedarse en esa casa, ella iba a ser siempre una menor de edad. Por otro lado, fuera de ese túnel, en la “bola” seguramente la esperaba una bala, la incertidumbre absoluta y la pobreza, pero también la libertad y quizá con un milagro, Miguel Duarte, al que seguiría por todo el país si fuera necesario. Con un suspiro y encomendándose a Dios, Sofía cerró la puerta del túnel y salió a la calle Circular cantando: “Yo soy rielera tengo a mi Juan, él es mi vida yo soy su querer”.
LORENIA LISBETH LIRA AMADOR