La leyenda del Onubense que se convirtió en el hombre más rico del mundo, el conde malvado para unos y el conde bondadoso para otros.

Hay quien lo considera, entre ellos su biógrafo, que don Pedro Romero de Terreros fue un precursor del capitalismo filantrópico, el primero de esos millonarios que dejaron parte de su fortuna para las buenas obras.

Un Rockefeller o un Bill Gates del siglo XVIII, y ya se sabe que de ellos se cuentan todo tipo de cosas, desde organizar masacres hasta desatar pandemias.

Desde luego, Pedro Romero de Terreros nunca descuartizó a nadie, y menos aún a ninguna de sus cinco hijas, pero eso es lo de menos.

Si en Huasca de Ocampo, Hidalgo, hay duendes, ¿cómo no iba a existir también un conde malvado? Pero donde hay hadas y duendes también hay monstruos, y en Huasca tienen el suyo.

Su recuerdo permanece en la memoria de cada habitante y de cada rincón de la localidad y muy especialmente en una cueva oscura y fría. Lúgubre, como todas las cuevas, cuya salida está cerrada por una vieja reja de hierro flanqueada, para colmo, por las misteriosas siluetas de dos murciélagos.

Perteneció, claro está, a un conde, que no era Drácula, pero del que se cuentan cosas terribles, como que allí mismo mató y descuartizó a su propia hija como ejemplificadora venganza tras haberla sorprendido besando a un capataz de la hacienda en la que vivían.

Lo cierto es que hubo allí un conde. Un hombre poderoso e inteligente, que fue probablemente el más rico del mundo y que sigue siendo uno de los empresarios más importantes de la historia de México.

Pedro Romero de Terreros, el hombre que ostentó el título nobiliario de I conde de Regla y que llegó a ser el más rico del mundo en el siglo XVIII. Era natural de Cortegana (Huelva), donde este apellido, originario de Vizcaya y con una estrecha vinculación con América, apareció por primera vez dos siglos antes. Romero de Terreros nació a principios del siglo XVIII el 10 de junio de 1710 en el seno de una familia de hidalgos rurales.

Era el quinto hijo de José Romero Felipe y Ana Vázquez de Terreros, quienes decidieron que cursara estudios eclesiásticos. Así, desarrolló sus capacidades intelectuales hasta que a los 18 años se marchó a Nueva España a Santiago de Querétaro, donde se encontraban su tío, el empresario mercantil Juan Vázquez de Terreros, también corteganés y su hermano Francisco (ahijado de Juan), instalado allí desde 1708 aproximadamente.

Precisamente su tío fue el que le pidió a su madre que le dejara viajar hasta el México colonial para ayudarle con sus negocios, como había hecho anteriormente con Francisco y con Alonso Giraldo de Terreros, el hijo de su otra hermana, Isabel.

Sin embargo, este último no se interesó por los negocios, sino que siguió los derroteros que le marcó su vocación misional franciscana. Ambos, Alonso y Pedro fueron los Terreros más relevantes de los que se establecieron en América, aunque tomaron caminos totalmente opuestos.

En 1728 Pedro ya trabajaba y administraba la finca de su tío, donde amasó su fortuna; mientras que Alonso llegó a ser uno de los misioneros más importantes de la frontera norte de la Corona española en América, un siglo antes de que los invasores angloamericanos descubrieran esta zona como el Lejano Oeste (Far West).

En 1729 Juan Vázquez de Terreros, que fue un hombre piadoso y preocupado por la Villa de Cortegana, hizo un envío de plata labrada indiana para reparar la iglesia del castillo y la iglesia del Salvador del Municipio Onubense.

Ese envío de 140 kilos de plata, uno de los más importantes de la época de los que se tiene constancia documental, debía efectuarlo Francisco, el hermano de Pedro Romero de Terreros, pero murió en Veracruz cuando embarcaba hacia España, y tuvo que hacerlo el propio Pedro.

Para llegar a conseguir la que se cree fue la mayor fortuna de la época, este español fue comerciante, financiero, latifundista y minero en las minas de plata de Pachuca y Real Del Monte.

Su leyenda negra y desde la que le siguió dirigiendo sus negocios, donde había ampliado actividades como la agricultura y la ganadería tras comprar una veintena de fincas expropiadas a los jesuitas fue un negocio redondo.

Puso en marcha, entre otras, las fábricas San Francisco Javier Regla, San Miguel Regla, San Antonio Regla y, sobre todo, Santa María Regla, considerada una de las más grandes, mejor equipadas y más productivas del Nuevo Mundo.

Cuando murió su tío en 1735 asumió varios cargos municipales, que le correspondían a este, de tal forma que en 1742 era alcalde, alférez real y alguacil mayor de la ciudad de Querétaro, así como caballero de la orden de calatrava.

Fueron estos cargos los que le permitieron conocer que en el poblado de Real del Monte en el hoy estado de Hidalgo, existían grandes vetas de plata, oro y otros minerales.

En 1756 se casó en la Ciudad de México con María Antonia de Trebuesto y Dávalos, de 22 años de edad, hija de los condes de Miravalle, descendientes del emperador Moctezuma II, y de una de las familias más distinguidas de la Nueva España. Con ella tuvo tres hijos: Pedro, Francisco José y José María.

Obras de caridad. Gracias a sus ideas y propuestas para promover grandes acciones de índole religiosa, cultural y de beneficencia, y su caridad con los pobres y la Iglesia Católica (especialmente Instituciones y colegios franciscanos, así como con las ya mencionadas iglesias de Cortegana, a las que mandó un segundo cargamento de plata), el Rey Carlos III le concedió el título nobiliario de conde.

Él mismo escogió el título de conde de Santa María de Regla por la devoción que profesaba a esta advocación mariana, especialmente venerada en el convento agustino de Chipiona y cuya devoción se extendió por diversos lugares de la América española.

También tuvo caridad con la Corona, a la que prestó dinero sin interés y con la que contribuyó a operaciones militares de apoyo a las tropas españolas que colaboraban en la independencia de Estados Unidos.

Además, regaló a la armada un buque de guerra con 112 cañones bautizado como Conde de Regla, alias “El Terreros”, que entregó en 1786 en La Habana su hijo José María, marqués de San Cristóbal, y que participó en la batalla del cabo San Vicente en (1797) siendo el buque insignia de la escuadra hispano-francesa, para posteriormente ser dado de baja en Cádiz en 1811.

Pero su obra solidaria y benéfica no terminó ahí. Contribuyó también con el Hospicio de Pobres y en 1775 fundó el Sacro y Real Monte de Piedad de Ánimas, antecedente del actual Nacional Monte de Piedad, que contribuyó a la solución de problemas económicos de muchos habitantes de la Nueva España.

Murió en 1781 en su hacienda de San Miguel de Regla, en Huasca, municipio de Hidalgo. Tal y como dispuso en su testamento, sus restos fueron trasladados a Pachuca, donde fue enterrado en el altar mayor de la Iglesia del entonces convento colegio de San Francisco, del cual había sido benefactor.

En 2011, cuando se cumplían 300 años de su nacimiento, la institución Nacional Monte de Piedad creó el galardón Pedro Romero de Terreros para distinguir la excelencia de aquellas instituciones de asistencia social que trabajan en materia de salud, educación y solución de problemas sociales.

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