La Casa Grande, en Real del Monte, Hidalgo, fue la residencia de descanso de don Pedro Romero de Terreros, mejor conocido como el Conde de Regla, y entre sus muros alberga una oscura y triste historia.

Junto con el Conde, quien adquirió su fortuna durante el auge minero, vivió una dama muy bella y muy elegante conocida como doña María Catarina Pérez Romero de Santa Teresa, una mujer que vestía elegantes faldas y trajes llegados de la península Ibérica.

Dicen quienes saben, que la historia arranca en los días en los que el excelentísimo señor Conde de Regla, dicho don Pedro Romero de Terreros, sufrió de los descalabros por los que él mismo había ocasionado a través de sus lugartenientes, a los mineros, en 1766; y en consecuencia se le veía sólo de paso entre sus haciendas y casonas del Real de Pachuca y la de beneficio de Santa María Regla, a un costado de la parroquia que él mando rehacer, en una finca no de mucho lujo como su famoso palacio de la Ciudad de México, nombrada “La Casa de Plata”, o como la “Casa Colorada”, en la Asunción de Pachuca; pero en el brumoso y boscoso Real del Monte, la que fue su residencia se le conoce como “La Casa Grande”, hasta la fecha.

Es, en efecto, una casa grande con huerta y jardín siempre colorido.

Pues en dicha casa vivió una dama muy bella. Siempre, Doña María Catarina Pérez Romero de Santa Teresa su vestimenta elegante, con basquiños y trajes fabricados con ­nos damascos y brocados, a los que gustó de adornar también con broches de oro y pedrería.

Nunca se supo quién era precisamente doña María Catarina, aun cuando por el apellido se tenía por parienta del señor conde Romero de Terreros. Lo que sí era suficientemente sabido por todos los realeños, era que la dichosa señora vivió con el lujo y las comodidades cortesanas, y que se ostentaba como la dueña y señora de la “Casa Grande”.

La dama no vivía sola durante la bonanza del noble caballero. Tuvo un hijo, chiquillo de hermoso semblante, pero jorobado, a quien sobre protegía con exagerados cuidados y cariños, hasta que el chico alcanzó la edad de la pubertad.

Entonces todo cambió. La casa nunca tuvo tantos servidores, aunque sí los suficientes. Comenzaron a resentir mayordomos y criados, tratos diferentes y agresivos, por parte de la señora, quien a la verdad jamás fue dulce, sino altiva, sin llegar a altanera y ahora era altanera sin ser altiva. Aún más, se advirtió desaliño en su antes cuidada persona y los cambios se siguieron en reiterados progresos, hasta convertirse doña María Catarina, en una vieja con aspecto de bruja y su hijo en un pobre jorobado, enclenque y adocenado.

La gente del pueblo iba del asombro al susto. Lo huraño de doña Catarina y su aspecto cada vez más repugnante, hizo que nadie pasara por el frente de la “Casa Grande” y los vecinos tuvieron que lamentar enormemente su cercanía.

Los criados se empezaron a ir por los malos tratos en huida forzada. Entonces doña María Catarina se vio obligada a salir a la calle a realizar compras, siempre enlutada.

Para asegurar a su hijo, el jorobado, lo encadenó y sujetó a un viejo yunque olvidado por ahí, de los que antes habían servido en una fragua de la hacienda de beneficio de San Miguel.

Desde luego, al conde ya no se le vio más, porque se supo que tuvo problemas por la pronta decadencia de sus minas en el Real y sus quejas ante el virrey y ante su majestad el rey de España. Ya sólo de vez en cuando, de un par de horas como para solamente dejar la mesada o algo parecido a la señora doña María Catarina, quien nunca dejó de ser huraña.

Se contaba, como aquella señora tuvo un inmenso tesoro, no en los metales de su pariente o familiar, el excelentísimo señor conde, sino por la alhajas y las joyas exquisitas que por años le sirvieron de adorno, más otras que no alcanzó a lucir de tantas que fueron, antiguas pertenencias de sus antepasados, por lo que tal vez sus linaje no era el mismo de don Pedro Romero de Terreros quien llegó a la Nueva España, por lo menos no tan rico como cuando se convirtió en el creso que luego fue y entonces alcanzó una riqueza fabulosa.

Hubo un momento que de repente ya no se le vio a la señora Doña María Catarina Pérez Romero de Santa Teresa salir a la calle. La “Casa Grande”, cada vez mostraba mayor abandono; pero aun cuando la curiosidad de la gente realeña, por saber de sus moradores, era mayúscula, nadie se atrevió a averiguar mayor cosa.

Pero de pronto comenzaron a escucharse ruidos extraños en esa casa y aun hacia la calle, bajando camino al barrio de los Dolores, como si fuesen arrastrando pesadas cadenas.

Una noche dos barreteros, al regresar de sus labores para sus casas, caminaban en plática amable, cuando oyeron dichos ruidos en mayor estrépito. Llegó a tanto el escandaloso ruido, que creyeron venía algún alud de hierro en su dirección, aunque no podían dar crédito al sonido. Pero al volver hacia atrás, uno de los mineros contempló espantado una imagen terrible: la vieja doña María Catarina, porque no podía ser sino ella a juzgar por las ropas, quien no tenía cara, sino que mostraba un rostro cadavérico y llevaba a rastras a su hijo el jorobado, asido de las cadenas aquellas con las que sujetaba al desgraciado por costumbre y eras las provocadas del intenso rumor.

Pasó el doble espectro sin más, pero ocasionó el desmayo del barretero que vio de frente las apariciones; en tanto su compañero, lleno de susto más que de asombro, pues también alcanzó a mirar algo, lo llevó a su casa y no salieron hasta el otro día cuando lo contaron a las autoridades y a los venerables del pueblo. Entonces fue así que el cura de Nuestra Señora de la Asunción de Real del Monte, así como el lugarteniente del alcalde mayor de Pachuca, tomaron todo género de providencias para serenar los clamores populares. Acudieron con valor a la “Casa Grande”, para llamar a doña María Catarina y a su hijo.

Ingresaron a la casa sin obstáculo alguno y dentro, en la sala principal que da al patio, con las cortinas empolvadas y telarañas por doquier, encontraron los esqueletos de madre e hijo.

Habían transcurrido años desde sus muertes. Se les dio cristiana sepultura y se ofició una misa en la iglesia.

Cuéntase que jamás fue escuchado después, ruido alguno.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *