Por: Vivian Wang de The New York Times, en exclusiva para AM en Guanajuato.

Los pasillos angostos del distrito de Haizhu desde hace mucho han atraído a los chinos que buscan salir adelante, gente como Xie Pan, un trabajador textil de un área montañosa del centro de China donde se cultiva té.

Haizhu, hogar de uno de los mercados de telas más grandes del país, alberga dormitorios para trabajadores y fábricas textiles en edificios de colores brillantes que están tan cerca que los vecinos pueden darse la mano desde sus ventanas. La zona, que antes era un conjunto de aldeas rurales, se convirtió en un centro de manufactura cuando China abrió su economía hace décadas. El gobierno había prometido dar un paso atrás y dejar que la gente diera rienda suelta a sus ambiciones, y millones de personas acudieron a Haizhu para hacer justo eso.

Xie hizo el esperanzador viaje el año pasado, junto con otros de la provincia de Hubei que también se habían instalado en esta densa mancha de la metrópolis sureña de Cantón; se afanaban en maquiladoras ruidosas, vendían telas o fideos de sésamo, los favoritos de la ciudad. Pero cuando yo lo conocí hace unos meses, su esperanza se había desvanecido. Como consecuencia de la contracción de la economía, llevaba dos semanas sin alojamiento cuando por fin juntó dinero para alquilar una habitación de 30 metros cuadrados por 120 dólares al mes.

“No hay suficiente trabajo para todos”, afirmó en ese entonces Xie, de 31 años, un hombre de voz suave con los hombros encorvados por tantos años de estar trabajando en máquinas de coser. “No puedes irte a dormir todas las noches sabiendo que al día siguiente tienes que buscar trabajo. Es demasiado extenuante”.

Las cosas empeorarían después de que los estrictos confinamientos silenciaron las maquiladoras y las tiendas de fideos cerraron. En octubre, Xie se la pasó casi todo el mes en cuarentena.

Varias semanas después, Haizhu estalló en descontento. Después de un fin de semana de protestas contra las restricciones por la política de “cero COVID” en todo el país, cientos de trabajadores desafiaron las reglas de confinamiento y tomaron las calles de Haizhu el martes, exigiendo libertad. Derribaron barricadas y lanzaron botellas de vidrio. Gritaban: “¡Que se acabe el confinamiento!”, mientras agentes de policía con trajes de protección contra peligros biológicos marchaban por los callejones, golpeando los garrotes contra sus escudos.

La eclosión fue un ejemplo contundente de hasta qué punto las restricciones pandémicas más estrictas del mundo han trastornado la vida en China. Xi Jinping, el líder autócrata del país, está ampliando el control que ejerce el Partido Comunista Chino sobre su pueblo mucho más de lo que logró incluso Mao Zedong. Xi ha vinculado el éxito del “cero COVID” con su propia legitimidad como gobernante, y la aplicación de esta política ha sido más prioritaria que el fomento del espíritu libre que hizo que Haizhu, y China, se volvieran tan vibrantes.

Este cambio atenta contra el contrato social que el partido mantiene desde hace tiempo con su pueblo. Luego de la violenta represión de las manifestaciones prodemocráticas en la plaza de Tiananmén en 1989, Pekín llegó a un acuerdo implícito: a cambio de limitar las libertades políticas, el pueblo obtendría estabilidad y comodidad.

Sin embargo, ahora la estabilidad y la comodidad han menguado, aunque las limitaciones han aumentado. Casi 530 millones de personas —alrededor del 40 por ciento de la población— estaban bajo algún tipo de confinamiento a finales de noviembre, según una estimación. Gente ha muerto por retrasos en la atención médica, o ha pasado hambre.

El aparato de seguridad chino ya está actuando para reprimir las manifestaciones contra el “cero COVID”, las protestas más extendidas que ha visto China desde Tiananmén. En todo el país, la policía ha detenido y amenazado a los participantes. El gobierno, aunque no comenta en público las protestas, también ha tratado de mitigar la indignación pública relajando las restricciones, por ejemplo, en Cantón suspendió algunos confinamientos.

Incluso si Xi hace que el inconformismo vuelva a la clandestinidad, la desilusión que las protestas hicieron evidente quizá permanezca. La política de “cero COVID” puso de manifiesto la facilidad y la aparente arbitrariedad con la que el partido quería y lograba imponerle su voluntad a la gente. Para muchos chinos, ese control ha sacudido sus expectativas de progreso constante y ha mermado su ambición y disposición a asumir riesgos.

Tal vez en ningún lugar se produzca este cambio de forma más contundente que en las mayores metrópolis del sur de China: Cantón y la vecina Shenzhen. Fue aquí donde las reformas de mercado de China despegaron por primera vez. Un colega y yo pasamos dos semanas en la región a principios de este año para ver cómo el cambiante contrato social ha alimentado la frustración, la resignación y la ansiedad, sentimientos que contradicen claramente la visión triunfalista del rejuvenecimiento nacional que ha promovido Xi.

Xie fue liberado de la cuarentena el mes pasado, antes de las protestas. Huyó de Cantón, sin ganas de regresar. “Este lugar… si puedo evitarlo, lo hare”, dijo.

Una promesa que se desvanece

Gran parte del atractivo de la región se debía a la promesa de que ahí había algo para todos: fábricas para los migrantes rurales, centros tecnológicos para los aspirantes a programadores, escaparates para los emprendedores. Cualquiera podía invertir sus agallas y recursos en una vida mejor.

Xie se mudó a Cantón el año pasado, en busca de un mayor salario para mantener a sus dos hijos pequeños. Pero cuando llegó, se encontró con un panorama diferente al esperado.

Muchas fábricas habían recortado su producción debido a la desaceleración de la economía y a los confinamientos que frenaron la demanda de ropa nueva. Todas las mañanas, Xie se abría paso a codazos entre una multitud prácticamente detenida de solicitantes de empleo para regatear con los jefes de las fábricas las tarifas cada vez más bajas que pagaban por el trabajo a destajo, como hacer los dobladillos de una camisa o los plisados de una falda. En agosto, Xie ganaba entre 40 y 50 dólares al día, cuando tenía empleo.

En el trabajo, almorzaba a toda prisa arroz blanco y tofu, rodeado de montones de tela que le llegaban a la rodilla y el zumbido de las máquinas de coser.

Luego, en octubre, el coronavirus comenzó a extenderse por Haizhu, al igual que los confinamientos. Encerrado en su habitación, y luego en un centro de cuarentena, a Xie se le acabó el dinero.

La mañana en que lo dejaron salir, se subió a un tren de regreso a Hubei. “Llevo tanto tiempo sin trabajo que estoy a punto de pasar hambre”, dijo Xie cuando lo contactamos en su casa.

‘A menos que sea necesario’

Incluso si el “cero COVID” desaparece, es poco probable que la fijación general de Xi por el control también lo haga. En ese entorno, queda por verse si la ambición que alimentó el ascenso de China puede seguir floreciendo.

Esa ambición llevó a Li Hong, de 36 años, a hacerse cargo de una maquiladora de ropa el año pasado en Haizhu. Desde que llegó de Hubei hace 16 años, Li se había abierto camino desde el personal de base hasta la dirección, y tenía ganas de seguir avanzando y apostar por sí misma. Sabía que la economía se tambaleaba, pero con tantas fábricas que se hundían, podía hacerse cargo de una a buen precio.

“Las oportunidades llegan para quienes están preparados, pero incluso si no hay oportunidades, queremos ir a buscarlas”, declaró el verano pasado en su pequeña oficina trasera, donde tenía un sofá para tomarse siestas en los turnos largos.

Pero el confinamiento de la primavera pasada en Shanghái suspendió los pedidos de un importante cliente de esa ciudad. Luego llegó el brote de Cantón. Se ordenó el cierre de las fábricas de Haizhu. Li dio positivo y fue enviada a un hospital provisional.

Después de que la dieron de alta dos semanas más tarde, regresó a Hubei porque su casa en Cantón fue clausurada, relató por teléfono. El contrato de alquiler de su fábrica expira en enero; no sabía si iba a renovarlo.

La contención de las expectativas quizá esté mejor expresada en una frase omnipresente en las restricciones por el COVID-19 en China: “A menos que sea necesario”. Los funcionarios les han dado las siguientes instrucciones a los ciudadanos: no reunirse “a menos que sea necesario”; no salir de casa “a menos que sea necesario”. A muchos chinos que habían aprendido a soñar con el progreso —incluso con el lujo— de repente se les ha dicho, de nuevo, que aspiren solo a lo esencial.

Aun así, algunos se aferran a la esperanza de que este repliegue sea solo un paréntesis. A pesar de todas las dificultades actuales, los años de crecimiento extraordinario aún están frescos en la memoria de muchas personas.

En lo alto de una colina del parque Lianhuashan de Shenzhen se alza una estatua de seis metros de Deng Xiaoping. Deng, el líder que le permitió a China aceptar las fuerzas del mercado tras la muerte de Mao, vigila la ciudad que es un recordatorio fehaciente de la capacidad del país para cambiar de rumbo. Deng aparece en plena marcha, en honor a su credo de que la apertura solo debía acelerarse.

Chen Chengzhi, de 80 años, un miembro jubilado del gobierno que se acerca a esa estatua todos los días para hacer ejercicio, le atribuye a Deng el cambio en su vida. Chen se trasladó a Shenzhen en la década de 1980, poco después de que Deng permitiera la experimentación económica aquí. La ciudad tenía entonces apenas unos cientos de miles de habitantes, pero Chen, que había soportado la hambruna y la Revolución Cultural, creía en la visión de Deng.

“Al fin y al cabo, todas las cosas buenas de China están relacionadas con Shenzhen”, dijo Chen en uno de sus paseos diarios, y añadió que se alegró cuando el primer ministro chino, Li Keqiang, visitó la estatua en agosto y prometió que China seguiría abriéndose al mundo.

Si no lo hace, afirmó Chen, “China llegará a un punto muerto”.

Pero Li se jubila, mientras la era de Xi de un control estatal cada vez mayor se prolonga.

Por ahora, Chen sigue subiendo a la colina, contemplando la ciudad que ayudó a construir, en la que todavía cree.

c. 2022 The New York Times Company

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