Por Nicholas Kristof
China.- Xi Jinping puede ser el autócrata más poderoso del mundo, pero esta semana tuvo que hacer maniobras para satisfacer las demandas de los chinos de a pie, hartos de su fallida estrategia de “cero covid”.
Una multitud de gente común —“los viejos cien apellidos”, como se dice en la jerga china—, salieron a las calles para expresar su frustración con los confinamientos represivos por la covid y, de manera implícita, con la represión general en el país. Muchos manifestantes alzaron hojas de papel en blanco, que significa que no podían decir lo que querían decir.
Xi, sin embargo, interpretó esas hojas en blanco. La policía detuvo a muchos manifestantes y bloqueó zonas donde la gente podría reunirse, pero aun así el gobierno chino se vio forzado a ceder ante la opinión pública. Declaró alegremente una “nueva situación” y el miércoles flexibilizó su política sobre la covid.
Los líderes chinos, sin reconocer demasiado las protestas y pretendiendo que todo había sido una idea suya, declararon el fin de muchos de los elementos más onerosos de su política contra la covid, que ha controlado tanto al virus como al pueblo chino.
Los confinamientos serán más breves y enfocados, y las personas que den positivo en la prueba del coronavirus y presenten síntomas leves podrán quedarse en su casa, en lugar de ser llevadas a otros lugares para hacer la cuarentena. Las pruebas negativas ya no se exigirán cotidianamente en la mayoría de los espacios públicos. Los medicamentos para el resfriado, cuya venta se había restringido para que las personas no pudieran ocultar sus síntomas de covid, volverán a estar disponibles.
Sin embargo, la respuesta del gobierno no aborda, por supuesto, el anhelo más profundo de terminar con la autocracia.
La dictadura continúa, y es posible que los detenidos a raíz de las protestas sigan en la cárcel. Pero el anuncio del miércoles es un viraje notable.
Históricamente, las protestas populares en la China moderna no han resultado en más libertad sino en menos. En 1956, Mao decidió “permitir que 100 flores florezcan”, pero luego se escandalizó cuando parte de este florecimiento intelectual criticó su gobierno. La consecuencia fue una represión que envió a algunos de mis amigos chinos a campos de trabajos forzados por dos décadas.
En abril de 1976, una protesta popular contra los dirigentes de mano dura los llevó a remover a uno de los reformadores, Deng Xiaoping. En 1978 y 1979, los pedidos en el “muro de la democracia”, que clamaban por una mayor libertad, llevaron al encarcelamiento de activistas como Wei Jingsheng. En 1986, las protestas estudiantiles por una mayor liberalización derivaron en la remoción de Hu Yaobang, líder del Partido Comunista que favorecía la apertura.
Después, el movimiento democrático de Tiananmén de 1989 fue un llamado profundo por una mayor libertad, y el resultado fue una masacre, sentencias de prisión prolongadas y el ascenso de funcionarios de línea dura que han hecho que la nación sea menos libre.
Por lo tanto, se siente como un hito histórico que Xi se haya visto obligado a ceder ante las protestas. Pero la flexibilización puede resultar costosa.
Xi manejó la pandemia con destreza durante un tiempo, y redujo la mortalidad por covid a niveles que casi cualquier país envidiaría. Sin embargo, cuando las vacunas estuvieron disponibles, Xi no se adaptó bien. No importó desde Occidente las vacunas de ARNm, más efectivas, y no promovió lo suficiente la vacunación y las dosis de refuerzo para las personas más vulnerables y la gente de mayor edad. Mantuvo la política de confinamientos mucho más tiempo del que era sostenible, en parte por la dificultad clásica que enfrentan los dictadores al considerar las opiniones de las personas, que pueden ir a la cárcel por decir lo que piensan.
El efecto es que cualquier flexibilización expedita de las reglas de covid hoy, sin primero aumentar las tasas de vacunación entre las personas mayores, puede provocar que cientos de miles de chinos mueran a causa de la covid. Eso será responsabilidad de Xi.
Una de las grandes paradojas de China es que, en muchos frentes, es una maquinaria administrativa con una asombrosa habilidad para corregir el rumbo. Ha gestionado el desarrollo de infraestructura y mejoras educativas que son extraordinarias: hoy, la esperanza de vida de un niño nacido en Pekín es más alta que la de un niño nacido en Washington, D.C. Sin embargo, los líderes chinos a menudo han tenido problemas para autocorregirse en el ámbito ideológico.
El resultado: los gobernantes autoritarios de China han visto surgir una clase media urbana educada que aspira a una mayor participación, pero la “China Popular” se niega a permitir que lo hagan.
Podría decirse que China, en la era de las reformas, compró a muchos de sus ciudadanos al aumentar los ingresos. El acuerdo implícito era que el gobierno dejaría que las personas mejoraran sus vidas pero sin controlarlas completamente. Xi rompió ese acuerdo con su política de covid, que les empeoró la vida.
Hace muchos años, cuando era corresponsal de este periódico en Pekín y cubrí las protestas de Tiananmén, un joven expresó la aspiración de la nación de este modo: “Tenemos arroz, pero queremos derechos”.
En las últimas protestas, las consignas fueron similares: “Queremos libertad, no encierros. Queremos votos, no un gobernante. Queremos dignidad, no mentiras. Somos ciudadanos, no esclavos”.
Esos valientes manifestantes han cambiado la política nacional de China, y su anhelo más profundo de derechos no se puede eliminar como no se puede erradicar a un virus. Algún día, el liderazgo comunista chino tendrá que responder a esa aspiración tan humana. Xi puede permanecer a cargo, pero un legado de las protestas de este año puede ser el recordatorio de que este deseo sigue encendido, justo debajo de la superficie, en la nación más poblada del mundo.
c. 2022 The New York Times Company
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