Boceto de la sala del tribunal, Genaro García Luna sentado en la parte inferior izquierda, con los Alguaciles Federales detrás de él y el equipo de defensa en primer plano. En la pantalla hay una foto de García Luna dándole la mano al expresidente estadounidense Barack Obama

 

Por Elías Camhaji de El País

Tirso Martínez, alias El Futbolista o El Mecánico, quizás no sea el primer nombre que se viene a la cabeza cuando uno piensa en el Cartel de Sinaloa. A la sombra de capos mucho más conocidos como Joaquín El Chapo Guzmán o Ismael El Mayo Zambada, el segundo testigo en el juicio contra Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública en la Administración de Felipe Calderón, puede considerarse un narcotraficante promedio. Incluso, la decisión de llevarlo al estrado en Nueva York sorprendió del otro lado de la frontera, sobre todo para declarar contra el acusado, una persona con la que jamás habló y a la que nunca conoció. La historia de Martínez, sin embargo, es una radiografía de cómo funciona el crimen organizado en el país. Contó de cuando compró un avión privado, cuatro equipos profesionales de fútbol, caballos finos, Lamborghinis y Ferraris. Repasó con lujo de detalle cómo transportaba la droga en compartimentos secretos, dónde ocultó decenas de millones de dólares en ganancias, qué triquiñuelas usaba para despistar a agentes aduanales y cómo compraba con sobornos a jefes policiales. Habló sin tapujos de cómo los jefes eran temidos por sus propios empleados y eran intocables, a pesar de que el Gobierno decía que les había declarado la guerra. Fue una conferencia magistral para el jurado de lo que significa ser narco en México este miércoles en la corte de Brooklyn.

Era conocido como El Futbolista por su obsesión con ser dueño de clubes, pero su lista de apodos e identidades falsas es interminable. “Tengo muchos”, decía con tono orgulloso y entusiasta. Algunos de ellos: José Luis Martínez, Manuel Ochoa, Rafael Barragán, El Doctor, El Centenario, El Tío. El capo nació en una familia pobre de Guadalajara, en el occidente de México. Estudió solo hasta la secundaria y cuando tenía unos 18 o 19 años migró a Los Ángeles. Primero, trabajó en un restaurante, pero a los pocos meses empezó a vender cocaína y marihuana. Cruzó unas 50 veces o quizás hasta 100 la frontera sin papeles durante los años noventa. Iba y venía mientras escalaba posiciones en el cartel. De pronto, a los jefes se les ocurrió que era buena idea empezar a transportar la droga en trenes que salían de México hasta Nueva York y otras ciudades grandes como Los Ángeles y Chicago. Después de unos años lo nombraron el encargado de esa ruta.

La primera vez que lo llevaron a conocer a El Chapo, lo recogieron en una cafetería, lo metieron a un coche y le pusieron una capucha hasta llegar a una cabaña remota. “Compadre, ¿ya le dijiste que yo inventé ese medio de transporte?”, le dijo El Patrón, mientras lo presentaba un amigo en común. Guzmán estaba entusiasmado. “Me preguntó en cuántos carros de tren estábamos metiendo droga y le dije que eran como 30, 40 o 50, pero era mentira, no eran tantos”, decía Martínez sonriente. No quería decepcionar al jefe.

Lo primero que hizo después de recibir el encargo fue abrir varias empresas de papel en México y Estados Unidos con ayuda de un testaferro. La fachada era un negocio de exportación de aceite. Miles y miles de botellas salían en tren de Nueva York y varias toneladas de cocaína se enviaban de regreso desde Ciudad de México. La mercancía se escondía en un fondo falso de un vagón de carga. Él mismo lo señaló sobre una pantalla, marcando con un círculo rojo la parte del tren donde se almacenaba el producto y después se soldaba de nuevo el compartimento secreto, como si fuera una presentación de negocios. La droga venía en bolsas de plástico que se marcaban con cintas adhesivas de diferentes colores. “Era un color para la que era de El Mayo, este otro era el color de El Chapo y así”, explicaba con paciencia.

También tenía trucos para evitar las revisiones en la frontera. “Le ponía un poco de aceite para que cuando pasara a Estados Unidos, los trabajadores de la aduana tuvieran miedo de resbalarse”, presumió Martínez. Las bodegas tenían rieles que se conectaban directamente a la vía de las estaciones principales y cuando llegaban eran transportadas a otra bodega en camiones para evitar los seguimientos de las autoridades. “No me la iban a descubrir tan fácil”.

Entre 2000 y 2003, Martínez amasó entre 30 y 35 millones de dólares en ganancias, lo que lo motivó a traer droga también en lanchas rápidas, con las que ganó una cantidad similar. “La mayor parte lo gasté en los equipos de fútbol, peleas de gallos, fiestas, mujeres, carros, el avión y las propiedades”, recordó. En el camino, se hizo adicto a la cocaína y alcohólico. Tuvo que explicar qué eran las peleas de gallos y cómo se colocaban navajas en las patas de las aves para que lucharan a muerte. Gastó entre dos y tres millones de dólares en apuestas de ese tipo. Tenía tanto dinero mal habido que lo tuvo que esconder detrás de paredes falsas en sus casas, en retretes, en muebles y en escondites en sus coches. “Quizá lo que yo ganaba era un 5% de lo que ganaban los jefes”.

Había, por supuesto, sobornos a las autoridades “para proteger la droga”. Martínez recordaba cómo un trabajador corrupto de un peaje en León, una ciudad del centro del país, lo detenía una y otra vez que pasaba por esa carretera. “Bueno, ¿cuánto quieres al mes para que ya no me estés molestando y dejes pasar a mi gente?”, contaba el capo, ahora con tono solemne. Los problemas se acabaron cuando le pagó cada mes entre 20.000 y 25.000 dólares, “dependiendo de los favores”. Pero eran propinas. A un comandante de la Policía en Guadalajara, “Lo llamaban el Jaguarcito”, le entregaba entre 100.000 y 200.000 dólares. El Capi, un mando corrupto en el Estado de Chiapas, le pedía una suma similar, pero él mismo se encargaba de vigilar la cocaína para que no se la fueran a robar o a incautar.

Martínez tenía miedo de que lo atraparan. “¿Qué tan cierto es que El Mayo tiene todo arreglado con las autoridades?”, le preguntó una vez a Juan José Álvarez Tostado, otro miembro del Cartel de Sinaloa que se declaró culpable en Estados Unidos en 2019. “Compadre, El Corajudo [refiriéndose a El Mayo] tiene arreglos con todos: los federales, los militares, los judiciales del Estado, los tránsitos…”, le contestó el narcotraficante. Vicente Carrillo, alto mando del grupo, le avisó una vez que Zambada quería que metiera 14 toneladas de cocaína a Estados Unidos. Se puso nervioso. “Mecánico, no sea miedoso, cabrón”, parafraseó el testigo, mientras las risas de los reporteros hispanohablantes se escuchaban en la sala y una traductora profanaba para hacer su trabajo: “Don’t be afraid, you son of a bitch”. “Pocos cabrones tienen los arreglos que él tiene”.

No era un trabajo fácil. Martínez se enfrentó a tres decomisos en cuestión de meses. El primero fue en Brooklyn a mediados de 2002, perdió casi dos toneladas. “No tengas miedo, síguele chingando”, intentó animarlo Vicente Carrillo. El segundo fue en Chicago y el capo empezó a impacientarse. “A ver si no se enoja El Patascortas [El Chapo Guzmán]”, le advirtió Carrillo. El tercero fue en Queens, le fueron incautados más de 1.500 kilos. “¿Qué chingados está pasando, Mecánico? A ver qué me dice mi padrino El Mayo”, le dijo molesto.

En una ocasión tuvo problemas porque un empleado le robó un millón de dólares. Cuando los miembros de mayor jerarquía le pidieron cuentas, él les dio una ubicación para que lo encontraran. “Pensé que lo iban a golpear para que les dijera dónde estaba el dinero, no sabía que lo iban a matar”, aseguró. “Pero sí, me siento culpable de ello”, alcanzó a decir antes de que el fiscal asistente Philip Pilmar continuara con el interrogatorio. Su propio cuñado corrió la misma suerte, no supo decir dónde había quedado una cantidad importante de cocaína. “¿Se benefició de esa violencia?”, le preguntó Pilmar. “Sí, la gente que sabía que era de ese cartel me respetaba y no se metía conmigo”, contestó.

Todo se acabó en febrero de 2014, cuando fue arrestado en León. Estados Unidos ofrecía una recompensa de cinco millones de dólares por él. Hizo todo lo que pudo para que no lo agarraran. Incluso, intentó sobornar al comandante del operativo. “¿Cuánto quieres por dejarme ir?”, le preguntó. “Cabrón, ya sé que no tienes dinero”, contestó el policía federal. Dobló la apuesta y le ofreció unos terrenos que tenía en la zona. “No puedo esta vez, la DEA está involucrada”, zanjó el agente, según su testimonio.

Para diciembre de 2015 fue extraditado a Nueva York y juzgado en la misma corte y ante el mismo juez que El Chapo y que García Luna. “La droga es más cara aquí en New York y el cartel gana más dinero”, explicó. Lo acusaron de tres cargos por tráfico de cocaína, la misma cantidad que el exfuncionario, y esperaba un castigo mínimo de 10 años de cárcel hasta la cadena perpetua. Para octubre del año siguiente firmó un acuerdo de culpabilidad, cooperó con los fiscales y cumplió una sentencia de siete años. Se dio el tiempo para declarar contra Guzmán en el llamado “juicio del siglo” de finales de 2018. Para diciembre de 2021 era un hombre libre. Su incentivo para hablar contra García Luna es que le concedan la estancia legal en Estados Unidos. No ha vuelto a México, donde todavía es dueño de varias propiedades, un hecho que ocultó a las autoridades. “Les mentí, tenía miedo de que me las quitaran. Estoy trabajando para recuperarlas”.

Después del testimonio de Martínez, cinco agentes estadounidenses pasaron al estrado para corroborar todo lo que había dicho momentos antes. Ernest Cain, un policía jubilado de Chicago, ratificó que encontró las bolsas con cintas de colores que identificaban quién era el jefe dueño de la droga. Jamal Hormedo, un agente especial de la DEA, interrumpió su testimonio por un momento para sacar de una caja de evidencias uno de los paquetes de cocaína que encontró en el operativo en Brooklyn contra la gente de El Mecánico. La mostró al jurado, 18 neoyorquinos que se quedaron impávidos, y siguió declarando. “Encontramos una cantidad tremenda de cocaína en ese almacén”, explicó el agente antinarcóticos Matthew Coleman, que estuvo en la redada de Queens.

Noel Malony, un agente aduanal, y Steven Tamayo, un oficial migratorio, también prestaron testimonio. Es una forma de explicar al jurado por qué se está juzgando a García Luna en Nueva York: la Fiscalía lo identifica como colaborador del Cartel de Sinaloa, que opera desde hace décadas en el Estado. El último de los testigos llamados este miércoles fue Héctor Tolentino, líder de la pandilla dominicana de Los Trinitarios y vendedor de drogas del Cartel de Sinaloa. Está previsto que el juicio de más alto perfil contra un exfuncionario mexicano en Estados Unidos se reanude el próximo lunes.

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HLL
 

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