Parece una película vieja de los años sesenta, un recuadro del viejo PRI donde el partido gobernante impedía cualquier cambio, cualquier observación a deficiencias del Gobierno. El martes los legisladores de Morena rechazaron una investigación del posible conflicto de intereses y corrupción en la Casa Gris de José Ramón López Beltrán. 

A diferencia del pasado, la oposición tuvo la libertad de llevar al Senado una maqueta de la mansión de Conroe. Más tarde en el Congreso los reporteros de la fuente dieron la espalda a una rueda de prensa de Morena, en protesta por los periodistas asesinados durante el sexenio y en particular por 5 que van en menos de dos meses. Gritaban, “Los queremos vivos”.

En la mañanera de ayer, López Obrador vuelve a la carga contra los periodistas de mayor penetración en los medios y dice que: Carlos Loret, Carmen Aristegui, Joaquín López Dóriga, Ciro Gómez Leyva y hasta Jorge Ramos -quien trabaja en EE UU- deben transparentar sus ingresos y sus bienes. El Presidente los acusa de usar el tráfico de influencias con su profesión para enriquecerse.

El problema es que la ley no establece ninguna restricción para los periodistas de crear empresas paralelas a su profesión. Tampoco permite que sus datos personales sean públicos como lo marca la Constitución para los funcionarios de gobierno. El Instituto de Acceso a la Información tiene como deber resguardar y hacer que se protejan los datos personales de todos los ciudadanos. La petición de López Obrador para que ventilen datos de Loret y compañía no tiene sustento y eso lo saben todos en Palacio. 

En todo caso el alegato es moral. ¿Por qué los funcionarios públicos que tienen poder sobre el presupuesto, con influencia en contratos deben hacer público su patrimonio y sus ingresos y los periodistas que también tienen mucha influencia y pueden traficar con la información tienen protección de datos? Esa es una discusión válida, pero en ese caso también sería importante conocer los ingresos y propiedades de todos aquellos que tienen empresas proveedoras del Gobierno. Al final, terminaríamos con la necesidad de que los proveedores de los proveedores o constructores del Gobierno, también deberían hacer públicos sus ingresos y bienes. 

Si eso funcionara, debería legislarse, hacerlo ley para luego crear el instituto de la transparencia de todos o hacer pública la declaración de bienes y de ingresos que recibe el SAT de los contribuyentes. Parece ridículo pero el país más desarrollado del mundo, Dinamarca, publicaba cuánto había reportado de ingresos cada ciudadano y cuántos impuestos había pagado. Así nadie podía hacer trampa. En México eso es imposible porque los primeros en oponerse serían los  legisladores y los funcionarios que depositan sus bienes e ingresos mal habidos con prestanombres, ya sean familiares o compadres. 

Si, por ejemplo, Carmen Aristegui o Carlos Loret tienen muchos ingresos, obedece a su gran audiencia. Ciro Gómez Leyva es muy escuchado en radio y televisión; Jorge Ramos tiene prestigio internacional. Retribuyen con creces a las empresas en que trabajan por su prestigio y credibilidad, por su seriedad e imparcialidad. Si siete millones de tuiteros siguen a López Dóriga es porque les gusta cómo informa. Eso no quiere decir que todos sean iguales en la honestidad y capacidad profesional. Como lectores y oyentes tenemos nuestras preferencias, sabemos en quien confiar y dónde encontrar información desinteresada, veraz y equilibrada. Además hay un mercado que se multiplica día a día en opciones de información de noticias y opinión. En un país democrático es importante la pluralidad y multiplicidad de fuentes de información, para que la gente escoja. 

El mayor valor que puede cosechar un periodista es la credibilidad -en cualquier medio- lo grave es que se le desacredite en juicio sumario desde Palacio.

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