Dos generaciones bastaron para cambiar el panorama para la mujer en Occidente. Todo comenzó a mitad del siglo pasado con el control natal. Primero en Europa y Estados Unidos, luego en la mayoría de los países. En los sesentas los anticonceptivos permitieron a la mujer la planeación familiar y la liberaron para llevar una vida con tiempo para integrarse al mundo del trabajo. 

En México el avance llega en los sesentas y evoluciona hacia su incorporación en todos los ámbitos de la vida: la preparación universitaria avanzó al grado que hoy, por ejemplo, en la Universidad de Guanajuato las estudiantes de ciencias exactas son el 51% de la matrícula. El tema de la inclusión llegó recientemente a la política, donde establecimos la paridad de género. Algo que ni siquiera existe en los Estados Unidos. 

La revolución del ascenso feminista enriqueció las economías, la cultura, el arte y la ciencia. Antes la discriminación desperdiciaba el talento y la capacidad de buena parte del género humano, como sucede en los países del Islam, donde la mujer está sometida a una cultura y leyes que vienen dese hace 14 siglos o más. 

Pero el camino y el ascenso debe continuar, tenemos ejemplos en México y alrededor nuestro que son penosos. En el extremo está el sometimiento de las mujeres que viven discriminadas por leyes de “usos y costumbres”. El caso más reciente y patético es la venta de niñas en Guerrero. Un esclavismo y violación de los derechos humanos donde el Gobierno federal ni siquiera interviene para evitar o castigar esa práctica. Las leyes de usos y costumbres marginan a la mujer y los demagogos las dan por buenas, cuando la civilización moderna es la que más protege la igualdad y libertad de la mujer. 

Aún en las zonas más desarrolladas persiste la diferencia en la remuneración a empleos iguales o la permanencia en el trabajo cuando hay crisis como la generada por la pandemia. En los registros de seguridad social, fueron más los recortes laborales de mujeres. 

En donde vamos hacia atrás es en el crecimiento incontrolable de los homicidios. Hace dos décadas era muy extraño el asesinato de una mujer. La mayoría eran producto de violencia familiar. El antiguo respeto de las bandas delincuenciales por las mujeres, jóvenes y niños se acabó. En los últimos cuatro años el promedio de mujeres asesinadas llegó en Guanajuato a 336. La ola de homicidios dolosos creció. El mismo dolor y la misma tragedia es que maten a un hombre que a una mujer, pero hay algo en nuestra naturaleza que se revela cuando asesinan a una madre o a una joven indefensa. Crece el dolor. 

Nuestra generación, la del crecimiento demográfico de los cincuentas y sesentas, arrastra prejuicios, costumbres e injusticias aparejadas al rol que nos asignaron nuestros ancestros. Los hombres tenían mayor acceso a la educación, a los emprendimientos familiares y a la realización profesional. No era así en todas las familias pero sí en la mayoría. La mujer tenía el papel de ser “pie de casa”, educadora de los hijos y “obediente” de su marido. En su mayoría eran pecados del tiempo y no maldad machista. Un buen día nos dimos cuenta que la epístola de Melchor Ocampo (1859-2006) para aleccionar a los recién casados bajo la ley civil, era una muestra de discriminación durante siglo y medio. 

Gracias a los nuevos tiempos la mujer no necesita tutela, sumisión, obediencia o “permiso” para realizarse. El feminismo es la mejor revolución que nos ha tocado vivir aunque aún falta mucho camino por recorrer.

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