Frente a la masacre de 17 personas en San José de Gracia, el presidente insiste en preservar una estrategia fracasada y desmadejada. Como difícilmente cambiará, busquemos alternativas.

Casi nada queda del San José de Gracia inmortalizado en el libro Pueblo en vilo de Luis González y González. Los devotos y hacendosos josefinos (como se les conoce a los lugareños) padecen el yugo del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y la indiferencia de un gobierno que minimiza el fusilamiento de 17 personas atribuyéndolo a una refriega entre pistoleros. En dos mañaneras el presidente abordó el tema y si limpiamos las versiones estenográficas de las obsesivas descalificaciones a los periodistas y los reiterados autoelogios al lopezobradorismo, se hace evidente que en ambas jornadas fusilaron simbólicamente a la política de seguridad federal.

Es inquietante la pobreza de los sistemas de inteligencia federales que deberían haber detectado el control absoluto que el CJNG tiene sobre San José de Gracia. Por su ineficiencia fueron incapaces de anticipar y explicar un atentado de esa magnitud. 16 horas después de la masacre el Presidente de la República aceptó, en la mañanera del 28 de febrero, que “todavía no tenemos información” porque la “Fiscalía de Michoacán no nos la ha enviado”. En lugar de asumir su ignorancia y hacer un punto y aparte, optó por lanzarse contra los pérfidos periodistas que hablaban de un fusilamiento.

Un día después compareció el subsecretario de seguridad Ricardo Mejía Berdeja. Durante 22 minutos exhibió la ineficiencia y la falta de coordinación entre las autoridades de los tres niveles de gobierno. La matanza empezó a las 15:30 y el presidente municipal se tardó una hora en informar a la Fiscalía del estado de Michoacán. El fiscal no lo confirmó ni negó; solo aclaró que él se enteró por las redes sociales a las 18 horas. Fue hasta las 20 horas (4.5 horas después de la masacre) que llegó a San José de Gracia un tropel de policías estatales, guardias nacionales y militares. Para entonces ya no había cuerpos y la sangre estaba lavada. Presumieron, eso sí, de la apertura de las infaltables e inservibles carpetas de investigación.

El Presidente asumió como normales la desorganización y el desorden y optó por atrincherarse en la tesis central de su estrategia. La reportera Joselyn Gutiérrez le preguntó: “¿usted va a seguir en lo que resta de su mandato la política de abrazos, no balazos?” Respondió que “sí, estoy convencido” porque lo más acertado es combatir las “causas de la violencia” dando becas a jóvenes para evitar su reclutamiento por los cárteles. Ante la escasa evidencia sobre el impacto, pareciera que ahora tenemos sicarios y becarios. En suma, seguirán tres años de la misma política.

Ante la cerrazón gubernamental debemos buscar otras salidas. Una, urgente, es prestar más atención a las estrategias que sí están funcionando en lugares como Ciudad Nezahualcóyotl (Edomex), Coahuila, la capital y otras ciudades y regiones. Desde que empezaron las guerras del narco se han ensayado, y en algunos casos consolidado, islotes de paz. Debemos entender mejor las fenomenologías de estos éxitos para difundirlas con la esperanza de que sean emuladas por gobernantes interesados en proteger a la ciudadanía.

Al mismo tiempo, tenemos que elaborar una estrategia integral y regional para promoverla durante las elecciones presidenciales de 2024. Eso supondría hacer una disección sobre lo hecho y omitido por las diferentes dependencias y recuperar, hasta donde sea posible, microhistorias sobre lo acontecido en barrios, ciudades y estados.

Es una lástima que Andrés Manuel López Obrador haya desperdiciado la oportunidad de impulsar una transformación de fondo de la política de seguridad. De haber querido se hubiera beneficiado de los conocimientos acumulados por las fuerzas armadas, algunas corporaciones policiacas, las universidades, los medios y los organismos de la sociedad civil. En su afán de monopolizar la definición y prescribir la solución de todos, absolutamente todos los grandes problemas nacionales, ha terminado asumiendo en soledad los costos del fracaso que paga la población. Cuando la autoridad es omisa, corresponde a la sociedad tomar la iniciativa para recuperar una seguridad que continúa perdida.

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