Era una fiesta familiar en Guanajuato. Apenas comenzaba el sexenio cuando tenían decidido tirar el mejor proyecto de infraestructura en Latinoamérica. Charlaba con un legislador cercano al poder. Discutimos la destrucción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México (Texcoco). Había señalamientos de corrupción de los funcionarios de Enrique Peña Nieto, había explicaciones técnicas sin fundamento de que un sistema de tres aeropuertos era mejor que un HUB internacional& Había todas las sinrazones del mundo. 

En la acalorada discusión, nuestro interlocutor, de rancia tradición priísta e izquierdista, ahora morenista, aceptó que eliminar Texcoco era una muestra de poder, un decir: miren quién manda aquí. En otras palabras, había sido un capricho del Presidente. La 4T no aceptaría ningún proyecto que viniera del pasado por más virtudes que tuviera.

Desde ese momento supe que el País tendría un destino incierto, por decir lo menos. ¿A quién se le podía ocurrir tirar el 35% de la obra ya avanzada del proyecto de Norman Foster? Para cumplir con el capricho se regresaron unos 5 mil millones de dólares a inversionistas en bonos emitidos para fondear su construcción. 

Recuerdo que, antes de destruirlo, empresarios mexicanos pidieron hacerse cargo de la construcción y operación sin que el erario tuviera que desembolsar recursos. Lo prohibieron y salieron con la mentira de que era mejor tener tres aeropuertos conectados: Benito Juárez, Santa Lucía y Toluca. Como construyeron muy rápido, y diseñaron el espacio aéreo tipo espagueti, y apuraron a las aerolíneas nacionales a volar desde Santa Lucía, pudimos darnos cuenta del fracaso. 

Anteayer el Presidente se puso al teléfono para pedir a Eduardo Tricio, de Aeroméxico, que le hiciera el favor de ampliar la oferta de vuelos, después de que había cancelado uno a Villahermosa, Tabasco. Era insostenible con unos 20 pasajeros en promedio. Llamó la atención que el Mandatario dijera que era una obra muy buena realizada por trabajadores mexicanos (Ejército), poco se acordaba que había enviado a la basura el trabajo de miles y miles de ingenieros, técnicos y obreros de la más alta calidad, con la mejor ingeniería de la UNAM y de especialistas en tráfico aéreo. 

Un aeropuerto no necesita tener de mercadotecnista en jefe al Presidente de la República. Recuerdo que en la transición del Benito Juárez a Texcoco, los especialistas iban a parar la operación un día por la noche y a la mañana siguiente echarían a volar a las 0 horas lo que sería el mejor aeropuerto de Latinoamérica. 

Sí, los terrenos del actual aeropuerto podrían convertirse en una zona de desarrollo comercial, habitacional y de recreación como lo es Santa Fe. Sí, Texcoco podría aumentar de inmediato la capacidad de tránsito desde 45 millones a 70 millones de pasajeros. En un futuro no lejano podría expandirse hasta más de 130 millones, lo que sólo algunos aeropuertos internacionales pueden gestionar. 

Ahí está Santa Lucía, un aeropuerto bello, amplio pero de alcance mediocre, que duplicará el costo de operación de las líneas aéreas y dividirá el tráfico con los inconvenientes naturales de brincar de un aeropuerto a otro y no de una terminal a otra. 

El mejor ejemplo es Toluca, que nunca funcionó como aeropuerto comercial. Su función principal es atender la aviación general, donde hay cientos de aviones particulares y helicópteros que trasladan a ejecutivos a la CDMX. Toluca no tuvo atractivo porque está muy alto, tiene muchos días de bruma y poca visibilidad con la cancelación de llegadas y salidas.

Forzar vuelos a Santa Lucía o a Toluca tampoco será solución a largo plazo por más congestionado que esté el Benito Juárez. Lo veremos pronto. 

 

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