Primero fue la pandemia, luego vino la guerra. La inflación fue provocada por la histórica emisión de dinero en los países desarrollados y seguida por la ruptura comercial en Europa.
Al campo mexicano llega el aumento de precios en el diésel, las semillas y en los fertilizantes. Un agricultor nos dice que hace un año compraba la urea a 7,600 pesos la tonelada y en abril llegó a 26,000 pesos, un 340% de aumento. Además, “los proveedores no dan crédito como antes, tienes que pagar de contado”, comenta Daniel, quien siembra hortalizas y granos.
Lo que quiere hacer el Gobierno es un acuerdo para estabilizar los precios de la canasta básica. Más que un “control de precios”, la Federación quiere reducir la inflación con la ayuda de las grandes empresas productoras y distribuidoras de esos productos.
El acuerdo puede funcionar por algún tiempo pero la historia demuestra que las presiones inflacionarias no provienen de parte de los productores o los distribuidores de bienes, sino de un desbalance entre la oferta y la demanda. Así de sencillo. Para reducir el crecimiento de los precios sólo hay dos palancas: elevar la producción o disminuir la demanda.
La última vez que Estados Unidos redujo la inflación fue hace más de 40 años y lo hizo aumentando las tasas de interés. Generó recesión y desempleo. Fue Paul Volcker, gobernador de la Reserva Federal, quien pisó el freno durante el mandato del presidente Jimmy Carter. El resultado fue que Carter (demócrata) perdió las elecciones y Ronald Reagan (republicano) entró a la Casa Blanca con el problema resuelto.
Por eso urge al gabinete económico de López Obrador reducir la carestía. Lo demuestra el enorme subsidio a las gasolinas y la eliminación del impuesto IEPS. Quemamos mil millones de pesos diarios para evitar un venenoso “gasolinazo” que haría perder a Morena la sucesión de 2024.
El subsidio a la gasolina premium favorece a quienes tienen más y el de la verde a la clase media. Subsidiar el diésel es más democrático por el transporte público, el transporte de mercancías y la agricultura. Sin embargo, lo más útil sería invertir en los comestibles básicos. Preferible entregar recursos para el consumo directo y apoyos al campo que patrocinar gasolina.
En Argentina, donde llega a 70% la inflación, el gobierno populista de Alberto Fernández quiso controlar los precios con topes, acuerdos y otras medidas. No lo logró. En Inglaterra, donde el aceite de girasol es indispensable para todo tipo de frituras, comienza un esfuerzo de racionar. El 75% de la oleaginosa provenía de Rusia, según reporta la prensa internacional. Los “fish and chips” se fueron al cielo.
En este sexenio desapareció la palabra productividad y en algún rincón dejaron la de competitividad. Ahora tenemos que sacarlas del baúl y ponerlas al frente de todo proyecto para lograr que la economía crezca de nuevo y los empresarios grandes y pequeños cumplan con su cometido de producir más y mejor. Un ejemplo:
Hace tres años se discutía la instalación de una planta privada de fertilizantes en Topolobampo y el gobierno se inventó una “consulta popular” para ver qué decían los lugareños de Sinaloa. Incluso se comprometió a la Suprema Corte de Justicia en el asunto para “validar” la voluntad de los pueblos indígenas. Hoy todos dicen que sí, que urge. Si no hubieran metido la mano los estatistas y los populistas, esa planta estaría abasteciendo de urea, amoniaco y otros productos a la zona agrícola más importante del país. Hablemos de nuevo de productividad.