Me confió Matías, un amigo cercano, que le había pasado algo muy extraño: recibió un mensaje en Whatsapp de parte de Lisa, promotora de una empresa asociada a la información de miles de bancos de datos públicos como Google, Yahoo y Meta.
Le ofrecía coaching o capacitación para la vida, todo un proyecto para elevar su productividad en el trabajo, mejorar las relaciones familiares y armonizar el balance entre vida familiar, social y laboral. Lisa “entendía” cuáles eran sus fortalezas, debilidades, y sobre todo, oportunidades. Conocía sus habilidades, competencias y estilo de vida. La descripción que hizo la vendedora parecía un espejo de la personalidad, el carácter y los hábitos de Matías. Su reflejo le causó curiosidad y espanto.
La propuesta era una síntesis precisa de todo lo que le preocupaba, gustaba y lo hacía soñar. Lisa conocía a detalle a qué hora despertaba, qué apps abría por la mañana, a mediodía y en la noche. Conocía sus películas y series preferidas en Netflix y Amazon Prime. También describía a su familia y parecía conocerlos a todos como a él mismo. El nombre y profesión de su esposa, las edades de sus hijos y las escuelas en las que estudiaban.
Qué decir de las deudas en las tarjetas de crédito y los problemas económicos que había sufrido durante la pandemia por la reestructuración de la hipoteca de su casa. También conocía su lugar de trabajo, las largas jornadas de 12 horas diarias que le impedían disfrutar de su familia y amigos.
Fascinado por la conversación, pidió a Lisa identificarse por teléfono para saber que no era una broma la oferta que comprendía un cuadro de remedios inmediatos para sus problemas. Lisa llamó. Su voz suave y calmada tenía todas las tonalidades que a él le gustaban en una mujer. Matías preguntó más: ¿Cuál era la empresa que representaba, dónde estaba ubicada y cómo sabía todo sobre su vida?
Lisa fue confiada y franca. Su empresa tenía acceso inmediato a la información publicada por él y su familia en las redes sociales. Conocía las cientos de “cookies” almacenadas en su computadora, los datos bancarios del buró de crédito, las relaciones sociales que establecía en clubes, organizaciones y hasta el árbol genealógico de su ascendencia consultado por convenio con una empresa parecida a Ancestry, el archivo genealógico de los mormones, el más grande del mundo.
Debía confiar en ella, Lisa no podía, por ley, compartir esa información. Era propiedad de Matías pero al llenar formularios y aceptar condiciones en todas las páginas de Internet que se lo pedían, había cedido pedacito por pedacito, el cuadro completo de sus preferencias, uso del tiempo y hasta ansiedades. Lisa contaba con la lectura y análisis de todos los textos que escribía en Twitter, Facebook e Instagram. A Matías nunca le había importado cuidar datos, preferencias y ubicación.
Comprendió en un momento de lucidez que enfrentaba al Matías del “big data”, el monstruoso acervo de datos curado por miles de algoritmos encadenados. Comenzó a desconfiar. Lisa no podía saber tanto de él, imposible que un vendedor tuviera en la memoria la historia reciente de su vida, que hablara sin titubeos y modulara su voz para hacerla cada vez más agradable ante el tono de sus respuestas.
Comenzó la sospecha. Le pidió que volvieran a chatear por el Whats, quería ganar tiempo y reflexionar mejor sus respuestas. Algo fascinante pero oscuro había detrás de la oferta, ¿cuánto costaría y qué rendimiento tendría invertir en reconocer su imagen perfecta en un perfil construido por miles de datos cruzados a velocidad de teraflops? ¿Sería la solución a todas sus angustias?
Sabía que enfrentaba a la más formidable de las vendedoras, una, cuyos conocimientos y talento superan todo lo que había conocido después de 25 años de ser, él mismo, un vendedor experimentado. (Continuará)