Es notorio que como ciudadanos nos hemos acostumbrado al abuso y pareciera ser que hemos sido anulados por el miedo. Es evidente la impotencia ante la corrupción, la cual se percibe ahora como un “mal necesario” y el tratamiento de este problema se limita a la conversación amarga en nuestras tertulias con amigos o familiares.
Ya sea que se presente en su modalidad de “gran corrupción”, en la que existen acciones que modifican decisiones políticas, leyes o regulaciones con afán de beneficiar a sujetos con influencias, servidores públicos de alta envergadura o actores privados de gran poder, o en su modalidad más pequeña, como es en la implementación o ejecución de decisiones como son la provisión de servicios públicos, negligencia administrativa al realizar un pago como condición para obtener un servicio o bien público (como los permisos que de otra manera no podrían conseguirse) o para no ser víctima de un abuso de autoridad, traducida en multas por faltas inexistentes, pago excesivo de impuestos, revisiones ilegales, consejería maliciosa de funcionarios o amenazas por emprender acciones legales ante hechos delictivos, todo lo anterior mencionado, es silenciado por el temor.
Este miedo es un tipo de violencia que resulta en amenaza directa contra el ejercicio libre del ser ciudadano y del concepto de democracia. Aquellos que ostentan cargos públicos (políticos o directivos) son incapaces (o ciegos) para reconocer sus malas prácticas y errores y al estar revestidos por una autoridad prestada (porque hay que recordar que no es una autoridad genuina sino otorgada por la ciudadanía) que les da las capacidades de administrar los recursos del estado en todas sus modalidades (financieras, tecnológicas y humanas) comienzan a embriagarse y ser nublados por esa visión de ser dueños y señores del ahora “su territorio”. De la misma manera quienes pertenecen a este nefasto círculo o se aproximan a él, comienzan a respirar este enrarecido aire que les nubla la razón y también sucumben a las tentaciones del poder.
Así vivimos. Así es la existencia actual. Nuestra realidad coptada por multitud de personas corruptas, negligentes u omisas que han trasladado sus acciones a un sistema lleno de injusticias, inequidades y desigualdad. Sin embargo, existe una oportunidad: es la tarea ciudadana la de reorientar y detener a esas fuerzas sabiendo que es posible eliminar los motivos que nos han llevado a estos tiempos de conflictos ya prolongados y harto destructivos.
Esa herramienta tiene fundamento en algo tan sencillo como poderoso: la palabra. Hay que decir o hay que escribir lo que está mal, pues es lo que conducirá a reducir esa brecha entre lo que se espera acerca de la justicia y la realidad, relacionado a que se conozca a aquellos corruptos, omisos o negligentes. Como ciudadanos tenemos una tarea (difícil y en algunos casos costosa) que es la de involucrarnos de manera activa en reorientar nuestras metas y objetivos como sociedad y para ello, aunque a veces se tenga incluso como algo “simbólico” o insignificante, la denuncia es nuestra herramienta más efectiva para re-empoderarnos y salir de esa característica de víctima y hacer frente a nuestros victimarios. Si bien hemos sido impotentes ante el acoso y abuso de corruptos y criminales en gran o pequeña escala, que se sienten intocables en sus cotos de poder, es momento de hacerles saber que no son invulnerables a los efectos de la ley y que socavaremos esos cimientos de quienes están amparados en la impunidad y privilegios y para ello el denunciar es fundamental. Arduo y doloroso proceso, pero no hay otro camino. Recuperemos lo nuestro.
*Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor de especialidad y promotor de la donación altruista de sangre