El pasado 27 de junio fue descubierta en el sur de Texas una caja de tráiler con 53 personas migrantes fallecidas y otras tantas afectadas por la asfixia y temperaturas extremas. Lamentablemente la tragedia se agrega a un periodo –2021 y 2022– que ya tenía los números más altos de muertes en la región fronteriza de México con Estados Unidos. Conforme a los datos de OIM, que son cifras aproximadas (las reales pueden ser superiores), en 2021 se registraron 586 fallecimientos y en el primer semestre de 2022 el número alcanza 216.
Ninguna de esas muertes son eventos casuísticos. Son consecuencia de un esquema migratorio extraordinariamente severo y de tonos crueles, que orilla a las personas a arriesgar lo último posible, que es la propia vida.
Por una parte, en los países de origen –México incluido– las consecuencias de la crisis económica, la pérdida de empleos e ingresos familiares y también los efectos de la violencia, inseguridad y el predominio de grupos criminales en muchas regiones, son factores que obligan a las personas a salir de sus comunidades para buscar alternativas.
Se añaden a los factores anteriores la violencia política y la represión de gobiernos, como el cubano, nicaragüense y venezolano, que complementan el cuadro de los determinantes de los flujos humanos. Con la sumatoria de causas, el resultado es la movilización de cantidades inmensas de personas, la más alta registrada, que transitan en búsqueda de refugio o de ingresos complementarios para sus familias.
La segunda parte del crudo esquema migratorio regional son las políticas de los países en la materia. Predomina aquí todavía la visión e instrumentos de Estados Unidos y, en particular, los heredados del gobierno de Donald Trump –que se propuso cancelar la inmigración y el refugio en este país– que a pesar de ser criticados por el presidente J. Biden no ha podido deshacerse de ellos.
Lo mismo sucede con México y nuestra política migratoria, que terminó alineada al mapa establecido por Trump de manera tan abierta como haber asignado a la Guardia Nacional –es decir al Ejército– funciones de control migratorio.
De esta manera, de un lado existen poderosas fuerzas sociales que impulsan a las personas a migrar o buscar refugio internacional; y de otro lado, se alzan como muros las políticas migratorias, aparatos migratorios y enormes barreras físicas dedicadas a impedirlo.
Todos los días puede apreciarse esta confrontación, una colisión nada metafórica, que es propicia para la violación de derechos e incluso para la pérdida de vidas, cada vez en cantidades mayores. Las muertes, cabe subrayarlo, en gran medida son provocadas por el tercer componente del esquema migratorio de la región: las organizaciones de traficantes de personas.
El tráfico de personas es una estructura costosísima y criminal que “media” entre la movilidad humana y las políticas migratorias restrictivas. Tiene la capacidad para movilizar a miles y miles de personas a través de territorios tan grandes como el que existe entre la frontera sur y norte de México. Incluso, capacidad para movilizar a personas desde América del Sur, Asia o África. Tiene además una amplia operación logística de transportes, al igual que “casas de seguridad” en donde hacina a las personas y, sobre todo, dispone de una enorme red de complicidades para abrir rutas y brincar barreras.
Cada mes fluyen por sus redes miles de millones de dólares que transitan por los circuitos financieros regulares pero que tienen el don de la invisibilidad. El elefante en la sala demuestra que también tiene herramientas para no ser detectado. Como demuestra el atroz crimen en Texas y otros muchos adicionales, son organizaciones que desprecian la vida de los migrantes y refugiados, a quienes reducen a objetos para ser transportados en condiciones inhumanas y sin la menor consideración. Son fuente de su gigantesca riqueza, al tiempo que consideradas personas sin valor, prescindibles.
El indudable éxito de las organizaciones de traficantes es al mismo tiempo un vergonzoso retrato del fracaso de los gobiernos. Se puede elaborar una lista sobre las ocasiones en que los gobiernos de Estados Unidos, México y de Centroamérica han prometido y comprometido combatir a estas organizaciones criminales. La Cumbre de las Américas fue la última de esta serie, pero hay muchas más, firmadas y publicadas, pero sin consecuencias efectivas. Ni siquiera como estrategia general, ni sobre los casos emblemáticos en donde mueren migrantes, como el de diciembre de 2021 en Chiapas.
En estos días, como en pasadas ocasiones, seguramente escucharemos un nuevo compromiso de los gobiernos de México y de Estados Unidos para erradicar a estas organizaciones criminales. No obstante la experiencia indica que no obtendremos resultados significativos, lo cual se suma a los lamentos en curso. Por este motivo, debido a su inacción o indolencia, para los gobiernos de la región, iniciando con México, si se trata de remesas los migrantes son héroes; si se trata de castigar a quienes violan sus derechos o les arrebatan la vida, los migrantes son personas prescindibles, marginales. ¿Cuántas tragedias más son necesarias para corregir el rumbo de la justicia, en todos los aspectos, para las personas migrantes y refugiadas?