Creador de instituciones y responsable de la Guerra Sucia, Luis Echeverría tenía una vitalidad disgregada, sin brújula.

 

“¿Dónde están las maletas?”, repitió el ex Presidente. Durante horas lo oí mezclar temas. Sus palabras salían con la energía de quien funda un fideicomiso en cada frase. Cordial, entusiasta, disperso, Luis Echeverría hablaba como quien imprime un titular de ocho columnas: “¡Yasser Arafat, hermano del alma!”. El año era 1984 y el ex mandatario venía de un congreso en el que se había aliado al líder palestino para hacer proselitismo antiimperialista: “Nos opusimos al rey de España, último de los Borbones. ¿Dónde están las maletas?”.

Aguardábamos su vuelo en la cafetería del aeropuerto de Tegel, Berlín Occidental. En cada gesto, Echeverría quemaba calorías. Había pedido un rollizo sándwich, desviaba la vista para supervisar su equipaje, atacaba diversos asuntos a la vez.

Yo era agregado cultural de la Embajada de México ante la RDA y en compañía del ministro Gonzalo Aguirre Enrile cumplía una sencilla misión: llevar al ex mandatario del aeropuerto de Schönefeld, Berlín Oriental, al de Berlín Occidental.

Cuando lo recibimos, Gonzalo le dio el pésame por el reciente fallecimiento de su hijo Rodolfo. “¡Treinta y un años pujantes!”, Echeverría habló en el tono de quien dice un marcador. Me tomó del antebrazo y diagnosticó: “Estás demasiado flaco. ¿Juegas tenis? El tenis tonifica el cuerpo y fortalece el carácter”.

El jefe de Estado que promovió la “apertura democrática” -en tácito reconocimiento de que el sistema político mexicano era autoritario- creó instituciones decisivas como Conacyt y el Infonavit y dio acogida a los refugiados del golpe militar en Chile, también fue responsable de la matanza del 10 de junio, la Guerra Sucia que asesinó a maestros y campesinos en Guerrero y la censura al periódico Excélsior.

Su energía transformadora sometió a sus colaboradores a jornadas extenuantes. Su secretario particular, Juan José Bremer, se acostumbró a dormir de pie en los elevadores. En esos breves trayectos recuperaba la lucidez para llevar una agenda que se desplegaba como un torbellino. “Nunca le vi perder el respeto a su investidura”, me dijo en una ocasión Bremer, que cumplió toda suerte de encargos, incluido el de llevar un manatí a China que debía ser rociado de agua en el avión.

La hiperactividad echeverrista se reflejó en la política exterior. Su campaña en pro del Tercer Mundo fue el equivalente internacional de la retórica que ejercía en los templetes nacionales. Se vio a sí mismo como un líder de estatura mundial y cortejó la Secretaría General de las Naciones Unidas.

En forma tan célebre como errónea, Carlos Fuentes y Fernando Benítez plantearon una disyuntiva: “Echeverría o el fascismo”. Heberto Castillo denunció la simulación echeverrista y el mandatario buscó congraciarse con otros intelectuales. Llevó a Buenos Aires a decenas de ellos en un acarreo que Gabriel Zaid definió con exactitud como el “avión de redilas”.

Echeverría elogiaba a los economistas pero ejerció el dispendio y el peso se hundió. De 1954 a 1976, el tipo de cambio respecto al dólar había sido de 12.50. En cada informe presidencial llegaba un momento de gloria en que el Ejecutivo decía “el peso no se devaluó” y recibía una épica ovación. Echeverría se quedó sin ese aplauso.

Su contradictoria personalidad encarnó en nuestro traslado por las tierras de la Guerra Fría. El ex Presidente transmitía la vitalidad que lo llevó a vivir hasta los cien años. Una vitalidad disgregada, sin brújula.

De pronto, en la cafetería de Tegel se olvidó de los temas que revoloteaban en su cabeza para concentrarse en uno solo: “¿Me puedes decir dónde está Berlín?”. “Aquí, licenciado”, fue mi elemental respuesta (un asesor habría dicho: “Donde usted quiera, señor Presidente”). “Me refiero al mapa”, aclaró. Tracé en una servilleta los contornos de las dos Alemanias y dibujé Berlín Occidental como un círculo dentro de la RDA. “¿Estás implicando que esto es una isla dentro de otro país?” “No lo implico, licenciado”, comenté.

La megafonía anunció el embarque de su avión.

Obviamente, se puede ser jefe de Estado sin conocer la geografía de Berlín. Se trataba de una laguna menor en la mente, marcada por el dinamismo y el desorden, que gobernó el país durante seis años.

Antes de despedirse, Echeverría volvió a preguntar por las maletas. ¿Llevaba algo de importancia? Lo más probable es que no. Esa obsesión debía ser, como tantas otras que lo animaron, una causa vacía.

 

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