Queridos hermanos:

Una de las características más sobrecogedoras de estados de violencia como el que vive México es la normalización del horror. Desde hace casi 20 años este país no ha dejado de cobrar centenas de miles de asesinados y decenas de miles de desaparecidos, sin que algo se mueva para solucionarlo.

Los únicos momentos en que la nación lo ha hecho es cuando la violencia ha llegado a tocar lo que se llama, por desgracia, “víctimas de excelencia”, es decir, aquellas que logran romper la narrativa con la que el Estado inhibe la capacidad de reacción frente al horror: “algo habrán hecho”, “son ajustes de cuentas”… Mientras eso no sucede, el infierno continúa su marcha administrado por el Estado y por el silencio de nuestra Iglesia que ha reducido la indignación a cartas pastorales y, en el mejor de los casos, a acciones dispersas e individuales.

Desde 2011, con el asesinato de mi hijo Juan Francisco y sus amigos, y 2013, con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, esas “víctimas de excelencia” que posibilitaron cambios no habían vuelto a surgir. Han debido pasar nueve años de horror –hablamos de 278 mil 92 asesinatos y de 56 mil 805 desapariciones– para que el 20 de junio de este año esas “víctimas de excelencia” aparecieran en dos jesuitas asesinados en la sierra Tarahumara, Javier Mora y Joaquín Campos.

Esas víctimas no sólo concitaron lo que desde hace nueve años muchos esperábamos, no sólo una indignación nacional sino el golpe que sacudiera la inercia de ustedes.

Algunos creímos que detrás de los duros comunicados que hicieron exigiendo al gobierno un cambio de estrategia en la seguridad, llamarían a la movilización nacional y a un conjunto de acciones que sentaran de cara a la nación no sólo a López Obrador sino a los representantes de los partidos y a los gobernadores de los estados para construir un pacto de unidad nacional alrededor de una política de Estado en materia de seguridad, verdad, justicia y paz que ha sido constantemente soslayada. Ustedes tenían y aún tienen esa fuerza que ninguna institución, líder u organización nacidos del horror tienen o han tenido.

Por desgracia decidieron dar un paso atrás: reducir la indignación a una Jornada de Oración por la Paz y cargar sobre los hombros de todos una responsabilidad que compete al Estado.

Ciertamente hay que orar y discernir lo que a cada uno nos corresponde en los terribles acontecimientos que vivimos. Pero hay que hacer también junto a ello la justicia y la paz, y esa sólo se realiza poniendo el cuerpo, convocando a la nación a salir a las calles a exigir a quienes tienen la responsabilidad directa de esa justicia y de esa paz a hacerlas. Los diagnósticos ya están hechos; también las propuestas. Una de ellas es la de la Justicia Transicional que enfrenta el problema de la inseguridad, la justicia y la paz de manera integral. Lo único que ha faltado es la presión ciudadana, cuya responsabilidad ha caído ahora en ustedes.

Reducir la indignación al discernimiento personal de la oración y a dejar en manos de Dios la solución de un problema que le compete al Estado y a nuestra presión hacia él es volver a ese Dios “tapa-agujeros” que tanto indignaba a Dietrich Bonhoeffer.

Dios, lo saben, no vino al mundo a resolver nuestros problemas, sino a enseñarnos a enfrentarlos, a riesgo de toparnos con el escarnio y la cruz. Ese enfrentamiento, que paradójicamente es una resistencia en la sumisión, implica el desafío al poder que frecuentemente ustedes han eludido bajo el eufemismo de la “prudencia”, que muchas veces oculta la cobardía o el acuerdo político. Si algo mostró Jesús es lo contrario. Baste verlo dirigiéndose a Jerusalén a desafiar los poderes de su tiempo cuando la “prudencia” política decía que lo correcto era esperar. Si algo también mostró es que la causa de Dios es la causa del hombre, de su integridad como imagen de Dios, contra cualquier poder o ideología.

En estos tiempos de horror, en los que desde hace casi 20 años esa imagen ha sido sistemáticamente humillada por los poderes del crimen en complicidad con el Estados, ustedes, que han salido de su letargo, están llamados a tomar esa causa, a encabezar con la presencia de todos los obispos y representantes de las congregaciones en las calles la indignación y a llamar a cristianos y no cristianos a enfrentar claramente las aberraciones del poder.

Hace mucho estamos frente al mal. No podemos impedir que se siga asesinando y desapareciendo, pero podemos hacer que el Estado trace una ruta para que su número vaya disminuyendo. Y si ustedes no toman ese camino, tendremos que aguardar a que otras “víctimas de excelencia” vuelvan a emerger del infierno para que la esperanza en la justicia y la paz resurja.

Quizá, después de estas Jornadas de Oración que concluyen en unos días, ustedes decidan continuar dando pasos atrás y se dejen arrancar en nombre de la “prudencia” la virtud de la indignación que como Iglesia nos pertenece en su fundador. Entonces continuará habiendo cristianos en un infierno que el parloteo político normaliza, pero no el Evangelio. Quizá, por el contrario, decidan tomar el camino del Evangelio. Si lo hacen, estén seguros que millones caminaremos a su lado para obligar al Estado a cumplir lo único que hoy tiene que cumplir, la seguridad que es inseparable de la justicia y la paz. Ustedes tienen la responsabilidad, la palabra y la fuerza. ¿Dejarán una vez más solo a Cristo o irán con él hasta el final? Es la única pregunta que la Iglesia debe hacerse en tiempos miserables.

Paz, Fuerza y Gozo.

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