Las maletas, contrario a lo que uno pudiera suponer, tienen su propia vida interior y controlan su destino. Nos hacen creer que nosotros decidimos a dónde van. Pero como ha quedado comprobado tantas veces este verano, las maletas en realidad hacen lo que quieren y van a donde se les pega la gana.

Reconozcámoslo: estamos hartos de la larga encerrona en casa. El fin de lo peor de la pandemia -o, más bien, el reconocer que vamos a tener que convivir con el COVID por el resto de nuestros días- nos ha puesto a viajar. A donde sea. Y este es precisamente el momento que estaban esperando las maletas para desaparecer. Ellas también querían airearse.

En el enorme y eficiente aeropuerto de Frankfurt me encontré con lo que cualquiera podría haber descrito como un cementerio de maletas. Cientos de ellas arrumbadas junto a los carruseles ovalados donde las avientan groseramente tras bajarlas del avión. Son maletas que se les escaparon a sus dueños.

Mi maleta, en este último viaje, también se trató de escapar. Mi vuelo se retrasó, no llegué a mi conexión en Alemania y por 16 horas le perdí el rastro. No la volví a ver hasta Roma. Apareció tristona por una banda del aeropuerto Fiumicino, morada de coraje, avergonzada por haber sido recapturada. Se le había acabado la fiesta.

En el aeropuerto de Roma organizan las maletas perdidas en largas filas, como piezas de museo. Y los angustiados y olorosos viajeros recorren esos pasillos con la mínima esperanza de encontrar la suya. Estuve ahí una hora y no vi un solo reencuentro maleta-humano. En cambio, sí escuché el típico y malhumorado: “Ya sabía que esto iba a ocurrir”. Una joven lloraba pasada la medianoche mientras hacía fila en una ventanilla de maletas perdidas. Su esperado viaje a Europa tendría que ser con lo que llevaba puesto y un par de compras en Zara.

Cada año se pierden, en promedio, 1.4 millones de maletas en el mundo. Eso es el 5 por ciento de las 28 millones que se retrasaron o fueron enviadas a otro lugar, según el reporte de SITA, una empresa especializada en la industria aérea. Hace unos días la aerolínea Delta hizo un vuelo del aeropuerto de Heathrow en Londres a Detroit solo para regresar mil maletas extraviadas. El aeropuerto londinense no pudo manejar tanto equipaje.

Este ha sido un verano caótico. Las aerolíneas, los hoteles, los restaurantes y todo el sector de servicios no se han podido recuperar de la pandemia al mismo ritmo que las masas de viajeros desesperados por cerrar la puerta de su casa por fuera. Son miles y miles de vuelos cancelados o retrasados. Y muchas maletas perdidas. Solo en Estados Unidos, en el mes de abril, se perdieron, retrasaron o dañaron casi 220 mil maletas.

Por eso, la regla de oro de los viajes es: nunca te alejes de tu maleta. De hecho, mis hijos ya saben que, si viajan conmigo, no pueden checar equipaje. Aunque sea hasta Bali o Japón. Solo llevan lo que quepa en la maleta de mano (carry-on) de manera que vaya arriba de su asiento.

Dos mandamientos del viajero tranquilo: si no cabe en la maletita, no va; y solo viajas con lo que puedas cargar con dos manos y sin ayuda. Claro, en este último viaje rompí la regla, chequé equipaje y perdí más de medio día buscando la maldita maleta. Me arrepentí: por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Las maletas nos conocen mejor que nadie y nos podrían chantajear en cualquier momento si abrieran sus zippers y expusieran nuestros secretos. Abrir la maleta de un extraño es como ser testigo de sus sesiones de psicoanálisis. Son un pedacito rodante de nuestra casa y de nuestra vida. Esconden nuestros olores, nuestras malas combinaciones y aguantan que las estiremos hasta que estén a punto de reventarse.

La verdad es que las maletas nunca son nuestras aunque paguemos por ellas. Las exponemos a tantos tormentos -las jalamos por calles empedradas, las alimentamos hasta tronar y las aventamos en cualquier esquina del cuarto de hotel- que no debería sorprendernos que, a la primera oportunidad, busquen liberarse de nosotros. Solo esperan un descuido para huir.

Y todo por un momento de absoluta independencia, solitas en un aeropuerto desconocido, aunque sepan que las están buscando, que alguien podría venir por ellas y volverlas a capturar.

Lo único que quieren es ser libres.

@jorgeramosnews

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