Cuando se cree saber todo sobre aterrizajes, sean aéreos, económicos o emocionales, siempre surge algo nuevo. El aterrizaje forzoso es fácil de comprender. Un avión tiene una falla de emergencia y tiene que aterrizar “forzosamente”. No hay de otra. El piloto anuncia a los controladores que tiene un “mayday” y busca un lugar donde bajar. Muy sencillo pero en ocasiones trágico. 

Un aterrizaje “forzado” es lo que sucedió el martes por la noche en el AIFA o aeropuerto de Santa Lucía. De hecho hubo y habrá muchos de estos desde que se inauguró en marzo la terminal aérea. El lunes por la tarde avisaron a los viajeros que iban de La Habana a la CDMX que había un cambio de itinerario. La aerolínea Magnicharters vendió pasajes que iban del aeropuerto Benito Juárez al José Martí de Cuba, ida y vuelta al mismo lugar. Todo regulado y autorizado por la Agencia Federal de Aviación Civil, todo contemplado en los horarios y “slots” o espacios asignados por la autoridad del tráfico aéreo. Todo en orden.

Pero a algún burócrata que quiere congraciarse con otro burócrata de mayor jerarquía que quiere aterrizar gozoso en la simpatía de ya sabes quién, se le ocurrió desviar el itinerario. Los pasajeros tendrían que bajar en el Felipe Ángeles, tres horas después de itinerario, a las 12 de la noche, para salir a la 1:20 del miércoles. De ahí terminar el viaje en un traslado de autobús de hora y media para llegar cerca de las 3 a.m. a la terminal Uno del Benito Juárez. 

Antes de bajar del avión pregunté al piloto con ingenuidad: ¿por qué nos trajo a este aeropuerto si el boleto era para el Benito Juárez? El capitán comentó que no era su decisión sino de la empresa que a su vez era presionada para llevar sus operaciones al lejano aeropuerto. Enseguida comentó que ellos no estaban de acuerdo porque tendrían que volver a despegar sin pasajeros para ir al Benito Juárez. Dos aterrizajes, dos costosas operaciones y un centenar de personas desveladas en el AIFA por el capricho de un funcionario. 

Cuando llegamos a migración pregunté a la oficial que nos recibió si estaba al tanto de que se desvelaba por un capricho. El último vuelo anterior en el AIFA había sido el de un Volaris a las 8 de la noche. Tuvieron que emplear a gente de migración, aduanas y la Guardia Nacional para que en un vuelo forzado arribaran pasajeros que serían trasladados en autobuses a su destino original. 

Cuando le pedí una explicación al gerente de operaciones de Magnicharters no pudo dar una respuesta. Fastidiado por la espera y la jornada extendida sólo atinó a decir que no era decisión suya: tenía razón. 

Dejamos el impecable y nuevecito AIFA vacío y en soledad, esperando más aterrizajes forzados y que algún día EU levante el castigo para realizar operaciones con conexiones internacionales. Después de tres horas de descanso regresamos a León en Aeroméxico. El vuelo 152 llegó diez minutos antes de la hora a las 9:50 a.m. 

Al igual que los pilotos de Magnicharters, víctimas también de la necedad gubernamental, nos preguntamos qué hubiera sido si en lugar de transitar por dos aeropuertos tuviéramos el “hub” de Texcoco, inmenso, magnífico, hermoso,  con la mejor arquitectura del mundo y distinguido como la mejor obra civil de Latinoamérica. 

Después de este aterrizaje habrá que terminar las reflexiones sobre Cuba y su sistema político totalitario, su economía en ruinas y la extraña admiración de la 4T por su destino.

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