La novela El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, narra el viaje de personas que van de Europa a América para expandir el mensaje de la revolución al continente. En la proa del barco en el que realizarán la travesía se encuentra una guillotina, una alegoría que el autor utiliza para expresar que los grandes movimientos transformadores de aquel entonces siempre se acompañaban de violencia.

Si en la literatura y en la teoría política la violencia jugó y juega un papel protagónico es porque ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad. En una primera etapa, cualquier persona podía ejercerla para dirimir un conflicto. Después, el Estado fue el único con la legitimidad para hacerlo. Frente a esta institucionalización de la violencia, permanecieron grupos externos al Gobierno, que la ejercen como mecanismo de control, de presión política o de expansión económica.

Pensemos, por ejemplo, en el Ejército Republicano Irlandés Auténtico (IRA), que intentó asesinar a la primera ministra británica Margaret Thatcher; en País Vasco y Libertad (ETA), que llevó a cabo un gran número de atentados con intenciones políticas separatistas, algo similar a lo que realizó en Alemania la banda Facción del Ejército Rojo.

Éstas y otras organizaciones tienen en su ADN un fin político. Otras más buscan controlar territorios, rutas comerciales y rubros económicos, para obtener una ganancia monetaria. 

En 2018, cuando inició la transición política implementamos una estrategia basada en dos pilares: el fortalecimiento de la política social, como herramienta para atacar las causas raíz de la delincuencia, y la creación de la Guardia Nacional.

No obstante, como lo muestran los hechos violentos ocurridos la semana pasada en Guanajuato, Jalisco, Chihuahua y Baja California, para alcanzar niveles mínimos de seguridad en México debemos apostar por un nuevo modelo de policías estatales y municipales que permitan tener una mayor capacidad de reacción; por un mayor y más preciso despliegue de la Guardia Nacional, y por la profundización de acciones  como el combate al tráfico de armas, para neutralizar el poder de fuego de los grupos delincuenciales, así como contra su patrimonio y el lavado de dinero que les permite introducir esos recursos a la circulación legal de capitales.

Al mismo tiempo, debemos seguir impulsando el fortalecimiento de nuestro sistema judicial; solamente reduciendo los índices de impunidad y construyendo un verdadero Estado de derecho contaremos con los mecanismos para evitar combatir la violencia con más violencia.

Los ataques a locales comerciales durante las pasadas jornadas violentas trajeron también a la mesa la posibilidad de encontrarnos ante actos de terrorismo, lo cual no es del todo acertado, por la falta de un programa político de los grupos criminales, pues sus ataques no pretendían necesariamente desestabilizar al gobierno de México, sino mantener el grado de impunidad que en otras administraciones gozaban, por vía de la corrupción incrustada en los más altos mandos institucionales.

En términos de seguridad se han sentado las bases para que a partir de la construcción de una sociedad más justa las y los jóvenes sean menos vulnerables a los grupos criminales. Sin embargo, también quedó claro que frente a cada acción hay una reacción, y que al igual que las corporaciones policiales, los grupos criminales buscarán evolucionar y radicalizarse.

Ante esta situación, tiene que quedar en claro —como lo confirma la historia— que los conflictos y adversidades se vencen con unidad y cohesión social. Cuando esto no ocurre, la nación se debilita, y de esa manera hemos perdido tanto batallas como territorios que no recuperamos. La violencia no nos puede ganar; la soberanía debe permanecer incólume. A todas y todos conviene.

Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA

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