Tras casi diecisiete años, Israel Vallarta continúa en prisión preventiva, a los cuales habría que sumar las más de 24 horas que permaneció incomunicado y sometido a una brutal tortura -ambos hechos acreditados fehacientemente- en abierta violación a los derechos humanos. Este interminable proceso representa una vergüenza para nuestro sistema de justicia. Ninguna razón jurídica justifica este tiempo sin sentencia ni cierre de instrucción. Un proceso que exige tantos años no puede ser legal.

México lleva décadas intentando reformar sus instituciones de justicia sin éxito. En estos días se presenta ante la Suprema Corte un debate amañado sobre la prisión preventiva. La regla es que los presos languidezcan sin sentencia: Israel Vallarta se ha convertido, así, en turista involuntario de nuestras penitenciarías. Empezó en un reclusorio en la Ciudad de México, pasó a Almoloya, luego a Tepic y regresó al Altiplano: un recorrido por los círculos del infierno.

En 2013, Florence Cassez fue liberada en un fallo histórico. El mexicano, en cambio, continúa en la cárcel. A los extranjeros, seguridad y garantía; a los mexicanos, prisión y olvido. Israel, para colmo, no está solo: su hermano Mario y su sobrino Sergio Cortez Vallarta fueron apresados en 2012, justo cuando la Primera Sala discutía el proyecto del ministro Zaldívar. Ambos fueron detenidos y torturados para fortalecer la percepción de culpabilidad de la francesa: una familia mexicana sacrificada por una decisión del Estado.

Seguimos sin calibrar la monstruosidad de la puesta en escena del 9 de diciembre de 2005.

La PGR se empeñó en minimizarla como un error sin trascendencia, cuando significó una gravísima violación al proceso. El montaje constituye lo que la doctrina y las convenciones internacionales de derechos humanos califican como trato cruel, inhumano y degradante: la autoridad obligó a dos detenidos a escenificar una culpabilidad ficticia. Por si fuera poco, durante la transmisión Vallarta fue torturado en vivo. Esta escena pasará a la historia como una de nuestras mayores ignominias. Su principal responsable, Luis Cárdenas Palomino, se encuentra preso por la tortura de Mario.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos y el presidente de la Suprema Corte reconocieron que Cassez y Vallarta fueron arrestados un día antes del registro oficial de detención: este hecho bastaría para restar credibilidad a todo el proceso. Con efecto corruptor o sin él, todas las investigaciones se derrumban ante esta simulación mayor. La suma de violaciones no soportaría una revisión judicial: si el expediente llegara a la Comisión o a la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, exhibiría la barbarie de nuestro sistema. El reciente acuerdo para liberar a víctimas de tortura abre, por ello, una ruta adicional a su salida.

Tampoco es exacto que Vallarta enfrente dos cargos no afectados por el precedente Cassez. Todas las imputaciones contra él y su familia están viciadas por el efecto corruptor.

La serie El caso Cassez-Vallarta. Una novela criminal ha mostrado una vez más la inconsistencia de las acusaciones. Estos atropellos le sirven al gobierno para desvirtuar a sus predecesores, pero su prédica no puede quedar en mera retórica y está obligado a mostrar congruencia: el propio Presidente se comprometió a liberar a Vallarta.

¿Qué hacer? Una FGR independiente no puede sostener una acusación desmontada por las evidencias. Sería una incongruencia descomunal que acusara a los Vallarta cuando al mismo tiempo presenta cargos contra los policías que los detuvieron y torturaron. El fiscal general, Alejandro Gertz Manero, tiene a su alcance la llave para acabar con esta injusticia.

La salida consiste en formular conclusiones no acusatorias. Esta vía está bien definida en el viejo Código Federal de Procedimientos Penales y sería la manera más ágil de liberar a los Vallarta. Ello implicaría una sentencia absolutoria y se convertiría en la memoria oficial de las atrocidades del pasado.

Si adicionalmente se le otorgase a Cárdenas Palomino un criterio de oportunidad, tal vez podríamos tener más datos sobre el enorme poder acumulado por García Luna, averiguar qué pasó esos infaustos 8 y 9 de diciembre de 2005 y saldar la cuenta pendiente con las auténticas víctimas de secuestro y la sociedad en su conjunto.

Agustín Acosta es abogado penalista y defendió a Florence Cassez hasta su liberación en 2013.

 

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