Qué relato más inquietante. El exprocurador Ignacio Morales Lechuga cerró las páginas del expediente de Florence Cassez, con más dudas que certezas, y se comunicó con el embajador francés, Daniel Parfait.

Parfait tenía la instrucción de su gobierno de analizar y ver la forma de intervenir en defensa de Cassez, acusada de secuestro. Durante una cena, Jorge G. Castañeda le propuso consultar al exprocurador Morales Lechuga:

“Si el expediente lo convence de que hay una injusticia, él te dirá cuál es la forma de subsanarla”, dijo Castañeda.

Como ha quedado claro, en el expediente aquel no había forma de saber absolutamente nada. Una de las víctimas dijo que había sido violada. A medida que el expediente avanzaba las violaciones sumaban unas 25, y los agresores eran personajes que en declaraciones anteriores no habían sido mencionados.

Morales Lechuga aceptó colaborar para tratar de descubrir qué era lo que en realidad había pasado con Florence Cassez, Israel Vallarta y la llamada banda de Los Zodiaco. Cassez acababa de ser condenada a 60 años.

Hizo bien Jorge Volpi al titular “Una novela criminal” a la obra ganadora del Premio Alfaguara 2018. Cuando Morales accedió a participar, se comunicó a vez con Fernando de la Sota Rodalléguez, un excomandante de la Dirección Federal de Seguridad que ayudaba al abogado, algunas veces, metiéndose en la oscuridad para obtener ciertos datos.

Fernando de la Sota Rodalléguez. Cómo olvidar aquel nombre. Experto en contrainteligencia, estuvo asignado en el aeropuerto internacional de la Ciudad de México. Su misión consistía en investigar a lo que en la policía política del régimen llamaban “las nacionalidades restringidas”: chinos, soviéticos, coreanos, ciudadanos procedentes de Europa del Este.

Cuando la DFS fue disuelta por la corrupción de sus agentes, las reiteradas violaciones a los derechos humanos y su colusión con los grandes capos del narcotráfico (el comandante Rafael Aguilar Guajardo era en realidad unos de los jefes del Cártel de Juárez), De la Sota fue contratado por los hermanos Alcántara, empresarios del llamado Grupo Toluca, para hacerse cargo de la seguridad de varias empresas de autotransporte de pasajeros. Su oficina estaba en la Vía Tapo.

En 1994, los hermanos Alcántara le ofrecieron al candidato priísta Luis Donaldo Colosio hacerse cargo de su seguridad. Le enviaron a Tijuana al Grupo Omega, compuesto por unos 30 elementos, que dirigía De la Sota.

De la Sota iba unos pasos atrás, y a la izquierda de Colosio, cuando Mario Aburto Martínez le disparó al candidato en la cabeza. Vio a Colosio caer, vio a Aburto hacer una segunda detonación –según declaró–, y con ayuda de otro “Omega”, Alejandro García Hinojosa, logró someter a Aburto.

Cuando se pasó de la hipótesis del asesino solitario a la de “la acción concertada”, uno de los miembros del grupo –Héctor Javier Hernández– declaró que segundos antes del atentado vio que “la gente se le abalanzaba” a Colosio e intentó acercarse, pero De la Sota le gritó: “Quítate de ahí”.

El excomandante de la DFS fue detenido como presunto implicado en el magnicidio. Pasó un tiempo en la cárcel. Finalmente, se le absolvió.

De la Sota, fallecido hace unos años por los estragos de la diabetes, comenzó a investigar el caso Cassez. Al fin se presentó en las oficinas de Morales Lechuga con una serie de datos desconcertantes. Que el caso era en realidad una venganza del poderoso y temido empresario Eduardo Margolis, protector de la comunidad judía en contra de secuestros, y quien le vendía armas, tecnología y equipos a la Secretaría que encabezaba Genaro García Luna. La razón de la venganza, según De la Sota: Margolis “estaba enamorado del hermano de Cassez”.

El excomandante también informó que una de las principales testigos del caso, la señora Cristina Ríos, había sido alguna vez ama de llaves de Margolis. Relató que, al llegar súbitamente de Guadalajara, la esposa de Vallarta, Claudia Hernández, lo había descubierto en plena relación amorosa con la señora Ríos (ella diría, en su declaración, que Florence los descubrió mientras Israel la violaba y la golpeó salvajemente). Según De la Sota, a consecuencia de este hallazgo Hernández regresó a Guadalajara y luego tal vez salió del país. La buscaron durante un año, pero no lograron localizarla.

De la Sota afirmó que Vallarta “andaba en algo raro”, tal vez en el negocio de los autos robados, y que no había manera de probar plenamente su participación en los secuestros que le imputaban. (En el expediente hay un pasaje extraño en el que el propio Vallarta asegura que él también tuvo una relación amorosa con Margolis).

Por último, De la Sota aseguró que otra de las víctimas, Ezequiel Elizalde, era en realidad hijo de un secuestrador que se había robado el producto de un plagio: en venganza, su propia banda se había llevado a Ezequiel (según esta versión, la gente de García Luna lo rescató y le obligó a formar parte del ya famoso “montaje”).

Las conclusiones del excomandante fueron que los testigos habían sido preparados y que los supuestos secuestradores estaban pagando por algo que quedaba en la oscuridad.

Lo que De la Sota entregó fue información: no pruebas. De cualquier manera, Morales Lechuga habló con algunos ministros, y les narró lo que había encontrado. Halló en ellos una gran disposición a revisar el caso y actuar con justicia.

De la Sota regresó a la Vía Tapo y luego entró lentamente en la sombra.

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