Hace años, leí la novela Yo, Claudio, de Robert Graves. En voz de ese personaje, el cuarto emperador romano, el autor detalla los abusos que las autoridades podían cometer, al no tener un contrapeso real y al ignorar la importancia de otras instituciones, como el Senado.
Sabemos que, después de Tiberio, le tocó el turno de gobernar a Calígula, quien es recordado por su comportamiento excéntrico y autoritario. Habiendo recibido una administración pujante, el joven emperador pensó que sus recursos serían ilimitados; no fue así. Sus excesos provocaron que el oro se terminara y, para tratar de corregir esta situación, llegó a abusar del poder, situándose por encima de cualquier impedimento institucional o legal. Así se comportaron gobernantes del pasado en México, que endeudaron y saquearon las finanzas del país.
Episodios como el descrito denotan con claridad que, a pesar de su vigor, de contar con entramados institucionales robustos y de ser potencias económicas, la justicia es uno de los objetivos más complejos de alcanzar para cualquier sociedad.
José María Morelos y Pavón se contagió de las ideas revolucionarias de Francia y de EU, e importó a México la división de poderes como el mecanismo para poner fin a la época del poder absoluto.
La transición política que iniciamos en 2018 puso fin a los poderes metaconstitucionales con que actuaba el Ejecutivo federal, pero no ha logrado, aún, corregir las inconsistencias de la división entre poderes.
Tal es el gran pendiente y, como ejemplo, tenemos la actuación reciente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con acciones contrarias a la legalidad. El pasado 29 de agosto, el Pleno de la Corte resolvió una acción de inconstitucionalidad, declarando nulo el decreto del 31 de octubre de 2017, aprobado por el Congreso de la Unión, que facultaba al Instituto Federal de Telecomunicaciones para imponer medidas claras, a fin de diferenciar la información noticiosa de la opinión.
El máximo tribunal consideró que no se respetó el derecho a la participación de todas las fuerzas políticas, toda vez que -tanto en las comisiones como en el Pleno del órgano legislativo- no se observaron las reglas mínimas de discusión que permitieran a las mayorías y minorías partidistas expresar y defender su opinión en un contexto de deliberación pública.
El análisis de la Corte resulta impreciso, pues no puede argumentar fallas en los procedimientos legislativos, sobre todo porque el Pleno puede, por urgente resolución, dispensar la publicación en la Gaceta o, en su caso, la lectura de dictámenes o proyectos, lo cual sucedió en la correspondiente sesión plenaria.
En esa ocasión, se sometió a consideración del Pleno estimar el dictamen para su atención inmediata, lo cual fue aprobado por la mayoría de las y los presentes. Además, las consultas de procedimiento aprobadas por el Pleno fueron realizadas por votación nominal, con lo que no hay duda de que la mayoría de las y los presentes avalaron no sólo la reforma, sino cada fase del proceso, poniendo en práctica uno de los principios rectores de la vida parlamentaria, que es la economía procesal.
Sin dejar de respetar, e incluso fomentar, las facultades de control constitucional de la Corte, es necesario plantear dos cuestiones para la reflexión. No podemos permitir que el Poder Judicial, además de interpretar y resolver asuntos formulando sentencias, ahora, sin freno ni recato, extienda su intervención y pretenda apropiarse de una facultad que los constituyentes originales no le atribuyeron y que no le pertenece: legislar.
La sabiduría del Constituyente original, de los reformadores y la lógica institucional nos indican que no es dable observar y menos permitir una Corte que legisle.
@RicardoMonrealA