“La política es conflicto, pero también cooperación.; es confrontación, al tiempo que es conciliación”.
Gilberto Rincón Gallardo
Si la política es diálogo, negociación y conciliación, como han advertido tantos teóricos de esta disciplina, nadie le dijo a Andrés Manuel López Obrador. El presidente actúa con la idea de que su trabajo es imponer su voluntad a quienes piensan diferente sin importar nada. Ni siquiera la Constitución es un obstáculo. Y a pesar de que ha dicho que no es un político de rencores o de venganzas, sus descalificaciones a quienquiera que piense diferente develan su verdadera actitud.
López obrador no cree en el diálogo o la tolerancia. Cuando los legisladores de oposición rechazaron su contrarreforma eléctrica, los declaró traidores a la patria y azuzó a sus incondicionales a hostigarlos con esta acusación. Ayer, cuando pidió a los diputados votar a favor de la iniciativa que alarga el plazo constitucional para que las fuerzas armadas hagan acciones de policía, recurrió a todo su acervo de descalificaciones para referirse a quienes tienen otra visión: “retrógradas, facciosos, corruptos”, “obnubilados, cegados”, empeñados en “una actitud irracional y, además., hipócrita”, “admiradores de fascistas”, “partidarios de la mano dura, practicantes, no teóricos, de represiones, torturas, masacres, de graves violaciones a los derechos humanos”, que ahora quieren aparentar ser “paladines de la libertad”. No son los términos con los que se construyen coincidencias. Para López Obrador el único acuerdo que vale es que se apruebe lo que manda sin cambiar una coma.
Quizá el presidente no tiene por qué arrepentirse. La vida le ha demostrado que hacer berrinches, amenazar y agredir es la mejor forma de obtener lo que quiere. Lo logró cuando bloqueó los accesos a los pozos petroleros de Pemex en 1996 o cuando estableció un campamento en pleno Paseo de la Reforma de la Ciudad de México en 2006. Lo ha hecho como presidente cuando han surgido voces que se oponen a sus políticas. Esas acciones de presión le dieron fama y lo llevaron a la Presidencia y esos desplantes como gobernante le han permitido conseguir todo lo que quiere, aun cuando viole la Constitución.
En el caso de la participación de las fuerzas armadas en la Guardia Nacional el presidente estaba tratando de conseguir dos objetivos, pero quizá va en camino de conseguir un tercero. El primero es militarizar de manera definitiva a esa corporación policial. Es una propuesta popular en un país cansado de la violencia.
El segundo objetivo es destruir la alianza opositora Va por México. Y lo está logrando. Ya consiguió el apoyo del presidente del PRI, Alejandro Moreno, a quien sometió primero a una intensa campaña de difamación a través de grabaciones difundidas por Layda Sansores. Hoy Alito está más disciplinado al poder que muchos morenistas y la campaña de difamación se ha detenido. Pero quizá López Obrador no previó que obtendría un tercer beneficio: romper la unidad del PRI. Mientras que Alito controla, junto con Rubén Moreira, a los diputados, los senadores se han alineado con Miguel Ángel Osorio Chong para rechazar la militarización y al presidente priista.
Supongo que el presidente está de plácemes ante sus triunfos inmediatos, pero quizá está cometiendo un error de largo plazo. Un buen gobernante necesita de una oposición inteligente y sensata tanto para advertirle de sus errores como para construir consensos con toda la población. López Obrador ha dejado que sus odios y rencores prevalezcan sobre el diálogo y los acuerdos. La historia nos dice que al final esto puede costarle caro.
Apoyar
La CNDH se ha negado a promover una acción de inconstitucionalidad por las nuevas leyes que militarizan la Guardia Nacional. La presidenta, Rosario Piedra, está dejando en claro que la función del organismo no es ya defender los derechos humanos sino apoyar al gobierno.
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