Nuestras lenguas, que a fuerza de flexionarse oscurecieron las raíces de las palabras donde, decía Isidoro de Sevilla, se encuentra el significado, se han vuelto confusas. La verborrea mediática las ha oscurecido más. Donde mejor puede verse es en la política, sobre todo en las palabras “esperanza” y “democracia” que, de manera prematura, han vuelto a ponerse de moda con el tema electoral. Como siempre, se tiene esperanza en que la democracia, que tiende a reducirse a las elecciones, cambiará el estado de cosas en el que nos encontramos. De hecho, uno de los eslóganes con el que López Obrador llegó al poder fue: “Morena, la esperanza de México”. En cada periodo electoral, una esperanza semejante se repite: “Los que vengan cambiarán todo; serán mejores”.

El problema, sin embargo, es que la esperanza se ha confundido con la ilusión. La primera significa “la certeza de que un acontecimiento dichoso sucederá”. Cuenta con hechos repetidos en el tiempo. Por ejemplo, la esperanza de una mujer que “espera un hijo”. Sería una rareza que ese acontecimiento no llegara a realizarse. La ilusión, en cambio, es el “engaño”, la creencia de que algo que nunca o casi nunca ha sucedido sucederá.

Las elecciones en México son de esa especie. Jamás, con raras excepciones, la ilusión que producen ha coincidido con la esperanza. Ni siquiera con la mal llamada “transición democrática” algo bueno llegó. Fox fue un asco y los gobiernos que han seguido, incluyendo el de “la esperanza de México”, han ido de mal en peor.

En este contexto, la palabra “democracia”, que alimenta la ilusión, también ha perdido sus contornos. Se reduce a las elecciones y a quienes logran el mayor número de votos gracias a las ilusiones que concitan en el electorado.

En su Política, Aristóteles dice que una buena democracia es aquella que combina un gobierno de los mejores apoyado por las mayorías, que llamó Politeia, una especie de democracia-aristocrática, en el sentido de culta y respetuosa de las leyes. Una democracia, agrega, en donde prevalece el arbitrio de las multitudes y se menoscaban las leyes “se transforma en una especie de tiranía”.

Nuestra democracia, a la que llegamos tarde, como suele sucedernos, surgió en el año 2000, cuando las democracias en el mundo ya estaban en crisis. La globalización, que se consolidó en la década de 1980, abrió grandes y profundas brechas que permitieron a las redes y organizaciones criminales transitar con absoluta impunidad tanto dentro de la vida social como dentro del Estado, desfigurándolas. La nuestra nació, en este sentido, corrompida. Además de que trajo consigo las peores prácticas de la tiranía del PRI –corrupción, impunidad, clientelismo e intimidación–, nunca ha estado representada por los mejores y desde el principio estuvo atravesada por los poderes fácticos del crimen organizado y sus capitales. Pasamos así del Estado benefactor y la democracia dirigida del PRI, a la consolidación y legitimación de estructuras y pactos criminales enmascarados de luchas partidistas que derivaron en menos de 20 años en esta “especie de tiranía” que es la Cuarta Transformación. Su gobierno no es, por lo mismo, una anomalía de la democracia. Por el contrario, es la expresión más acabada de una democracia que nació muerta y de una ilusión que se confunde con la esperanza. Hay así, a manera de ejemplo, un error al creer que la negativa del Secretario de las Fuerzas Armadas a comparecer ante el Senado para explicar el hackeo de sus archivos y el respaldo de López Obrador al desacato, es un sometimiento del Presidente a los intereses del Ejército. El error consiste en que se parte de la ilusión de que alguna vez tuvimos una democracia.

Lo que en realidad hay es lo que siempre ha habido: un pacto mafioso donde las Fuerzas Armadas, el Poder Ejecutivo, Morena y el crimen organizado se usan mutuamente para mantener el poder. Por eso mismo es otra ilusión creer que una alianza opositora podrá reestablecer lo que nunca ha existido. Los partidos están atravesados por los mismos pactos que la Cuarta Transformación (allí están los vínculos de Calderón con la Policía Federal de García Luna, el Cártel de Sinaloa y los crímenes del Ejército; los de Peña Nieto con el Ejército y, al menos –lo mostró Ayotzinapa– con Guerreros Unidos…; en cualquiera de las gubernaturas encontramos lo mismo). La diferencia es que López Obrador y su partido han sido más efectivos. Cambiar a Morena por lo que sea (la Alianza Opositora, como el partido en el poder, es la suma de todas las diferencias y de todo tipo de pactos mafiosos) es simplemente cambiar a los administradores del infierno, como se hizo con Morena, y continuar ilusionándose con una falsa democracia. No hay nada que salvar en una democracia que nació corrompida. Las urnas son el sitio en el que elegimos la mafia que nos ha de gobernar.

La única manera de no reproducirlo sería movilizar a la gente sobre la base de un programa elaborado por los grandes movimientos sociales, el indígena, el de las víctimas y el de las feministas, que todavía están en estado larvario. Por ahora, lo que hay es otra vez la ilusión democrática, el arbitrio de las multitudes, el menoscabo de las leyes y la tiranía de la violencia y su Babel lingüística.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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