El proyecto presidencial es claro: fundar el instituto electoral de eso que llaman “cuarta transformación”. Quienes defienden la propuesta del Ejecutivo consideran que es consecuencia natural y necesaria de su victoria. Si ganamos, tenemos el derecho de hacernos de las instituciones que antes fueron de los otros. La apropiación no se disfraza. Las instituciones se han rebautizado para presentarse como propiedad de quienes ganaron en el 2018. Si hay un Conacyt de la “cuarta transformación”, ¿por qué no un INE de la “4T”?

Esa sería la culminación del proyecto populista. Destruir el emblema del pluralismo para levantar un monumento que perpetúe la nueva hegemonía. De eso se trata: de subordinar todos los órganos del poder a la misma voluntad. Siendo el INE, un órgano que desentona, es necesario reemplazarlo por uno que se sume al coro. Que se agregue a la tropa de instituciones subordinadas como la Comisión Nacional de Derechos Humanos que, abiertamente, reniega de su independencia para mostrar su orgullosa subordinación. El Gobierno se empeña en aniquilar esa institución que ha sido la gran conquista y la gran palanca de la transición para tener un instrumento a su servicio. Darle a la mayoría el control del arbitraje para que su dominio se petrifique.

La destrucción del INE no sería una victoria simplemente simbólica para el régimen. Significaría un cambio en la estructura misma del régimen político. No hay exageración posible: sin árbitro imparcial no puede haber elecciones confiables. Sin elecciones confiables no hay democracia. Hay ocasiones en que las disyuntivas son clarísimas y la complejidad desaparece. No hay medias tintas frente al intento de matar al árbitro para sustituirlo con un vasallo. De la preservación de la autonomía del INE depende la sobrevivencia del régimen democrático. 

El árbitro no puede remedar el trajín de los políticos. Congraciarse con un sindicato, recibir el apoyo de un partido, hacer campaña para decir lo que un auditorio quiere escuchar, disfrazarse con la vestimenta del lugar, hacer promesas, hacerse el simpático. El árbitro debe mantenerse lejos de ese circo. ¿A quién se le ocurre que podría ser una buena idea la mímesis de consejeros y diputados? La trayectoria del árbitro debe ser distinta a la de los jugadores. Su formación, su lenguaje, su lealtad deben ser muy distintos a los de los políticos. Hay que decirlo claramente: los jueces no son nunca representantes de la gente. Un árbitro de futbol no tiene por qué ser leal a la porra más ruidosa o la hinchada más grande del estadio. Su compromiso es, por naturaleza, antipático: cuidar que las reglas se cumplan y eso exige castigar la trampa del equipo de casa. Lo que el Presidente propone es que el árbitro sea elegido por la porra. Imagina que sería muy democrático ver al árbitro vestido con los colores del equipo local; que chiflara con rabia las jugadas del visitante, que le diera pase al delantero para meter gol y que festejara con entusiasmo con la afición más numerosa. 

Para el populismo, política secuestrada por la enemistad, la imparcialidad no solamente es imposible, es indeseable. Por eso el lopezobradorismo no pierde el tiempo buscando simular que está construyendo un órgano neutral para organizar las elecciones. Su ambición es tener un árbitro que represente a su “movimiento”. Un árbitro que represente al “pueblo”. Pero ya sabemos que el “pueblo” del populismo no es en realidad todo el pueblo, sino solo el que sabe hacia dónde camina la historia y quién la encarna. Los otros podrán tener credencial de elector, pero no son realmente pueblo porque son enemigos de la historia encarnada. 

El régimen no puede abrirle espacio a las instituciones de la imparcialidad. No puede, siquiera, concebirlas. El conflicto de la polarización perpetua no permite cimentar una plataforma común. La crítica populista a las instituciones parte de esa convicción. Los órganos del poder siempre tienen un dueño. Si antes eran ellos los dueños, ahora nos toca a nosotros apropiárnoslas. El constitucionalismo, el proyecto de someter el poder a la ley, es por eso una ilusión liberal o, más bien, un engaño. Si nunca tendremos instituciones imparciales, debemos verlas como un campo de batalla. Y tras el triunfo, como botín de guerra.

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