La marca personalista del populismo nos hace pensar que su existencia depende exclusivamente del líder. Que podrá trastocar los parámetros de la política, pero que es, a fin de cuentas, un fenómeno pasajero. Atado como está al nombre del fundador, imaginamos no sería capaz de echar raíces. El populismo sería así, un breve tiempo de política ardorosa que tarde o temprano se apaciguaría en rutinas institucionales. Habría que reconsiderar esa expectativa. Ya decía Pierre Rosanvallon, una de las inteligencias más agudas de Francia, que el siglo que vivimos será recordado como el siglo del populismo. No es una moda, sino el desafío más profundo y perdurable de la democracia liberal.
Pensemos en los países más poblados del continente: el populismo de derecha ha arraigado y parece hoy más fuerte de lo que era bajo el imperio de sus fundadores. Trump y Bolsonaro han sido derrotados electoralmente. El trumpismo y el bolsonarismo, por el contrario, parecen más fuertes hoy que antes.
Lula habrá ganado la presidencia, pero las elecciones recientes demuestran la reciedumbre del bolsonarismo. No solamente me refiero a la fuerza regional y legislativa de los aliados del ex militar, sino de una intensa persuasión antidemocrática que no está dispuesta a aceptar los resultados del proceso electoral y que llama abiertamente al golpe. El populismo corroe la legitimidad de los procedimientos democráticos para ensalzar una legitimidad beligerante.
Este arraigo populista es tan importante como la apretada victoria de la izquierda. El filósofo brasileño Rodrigo Nunes se ha preguntado qué es lo que hay detrás del movimiento bolsonarista. Sostiene que el líder populista no es el demiurgo que inventa un mundo, es el catalizador de muchos impulsos preexistentes. No solamente una solución, sino una venganza; más que un remedio, una salvación. Se trata de un vehículo que ofrece certidumbre frente a lo que se percibe como una amenaza existencial. La nostalgia militarista frente a la sensación de inseguridad; el anti-intelectualismo que se opone a la difusión de verdades fastidiosas; una épica anticomunista agitada como banderín de los valores y jerarquías tradicionales.
Por eso el dirigente es menos que la energía que desata. La obsesión con el liderazgo carismático de los populistas es el error estratégico más grave de la denuncia liberal. Secuestrado por sus provocaciones cotidianas, por la estridencia de sus ofensas, el crítico liberal suele ignorar el fundamento de la seducción populista. Denunciar una y otra vez la chocante personalidad del populista autoritario es como mirar el dedo de quien apunta a la luna.
El trumpismo se ha fortalecido igualmente sin Trump en la presidencia. Ningún impacto tuvo la exhibición en el Congreso del intento de golpe de estado. Los testimonios que se recogieron a lo largo de muchas jornadas fueron demoledores: Trump supo que había perdido la elección e hizo todo lo que estuvo en sus manos para impedir la transferencia del poder. Pero, que Donald Trump hubiera intentado romper el orden constitucional, no fue asunto reprochable para sus simpatizantes. El intento de golpe era, para los fieles, una demostración de firmeza ante quienes quieren destruir a la nación.
Todo indica que en las elecciones del día de mañana los republicanos se alzarán con victorias decisivas. Se fortalecerán de esta manera quienes se han tragado y repiten la patraña del fraude de 2020 y ocuparán espacios cruciales para la certificación de la elección del 2024. El trumpismo no necesita ya a Trump. Puede volver a hacerlo candidato, pero, en realidad, no le es indispensable. La criatura de Trump tiene vida propia. Su agresividad, su estilo y su desprecio de las reglas elementales de la democracia se han apoderado del partido que seguramente controlará las dos cámaras del Congreso norteamericano.
El reflejo del populista es el mismo en todas las latitudes: la derrota es inconcebible. Cualquier procedimiento que arroje un resultado contrario al que dicta el sentido de la Historia es producto de una trampa. No puede entenderse la amenaza al Instituto Nacional Electoral sin comprender el asedio global a la democracia liberal. Los árbitros son un estorbo para los propietarios de la legitimidad.