A partir de la francesa, la idea de Revolución –“dar vuelta”– se volvió un horizonte político. Significó desde entonces un cambio radical de un régimen por otro mediante la violencia. Empieza, decía Jean Robert, en el pueblo, pero como el pueblo no tiene capacidad de llevar a cabo sus objetivos, lo hace una élite revolucionaria organizada que termina por traicionarlos al instaurarse en el poder. Toda Revolución que se institucionaliza desemboca en dictadura. Lo mostraron la francesa, la rusa y la última, que todavía tuvo prestigio, la sandinista. Pero quien mejor mostró la contradicción fue la de México, cuya dictadura terminó por llamarse Partido Revolucionario Institucional. Todas ellas terminaron en mafias semejantes a las de los regímenes que derrocaron.
Lo resume para México Felipe Ángeles frente a sus verdugos en la obra de Elena Garro: “La Revolución se ha vuelto un fin en sí misma; con otro nombre perpetúa la esclavitud y el horror”.
La idea de Revolución perdió, sin embargo, su prestigio. Ya casi nadie habla de ella. Una nueva abstracción, “la democracia”, la echó al desván de lo inservible. Sin embargo, su base, el sueño de reemplazar un orden político por otro “mejor”, pervive con nombres distintos. En México, con López Obrador, que llegó al poder mediante ella, adquirió el nombre de “Transformación”, una forma domesticada de la Revolución que en apariencia (están por demostrarse todavía los vínculos del dinero producto de la violencia del crimen organizado con su triunfo) cambió balas por votos. Semejante a ella, su “Transformación”, que llama “Cuarta” en ese afán de domesticar la parte bélica de las revoluciones del pasado (la Independencia, la Reforma y la Revolución), nació del pueblo, de su hartazgo por la violencia y la corrupción de los gobiernos anteriores. Semejante a ella también, ha hecho lo que toda Revolución cuando llega al poder: traicionar sus objetivos. Los sueños de cambio de la “4T” se han convertido –y en eso hace honor al sentido preciso de “revolución”: “regresó”– en una reedición de la dictadura del viejo PRI.
Por ello, al institucionalizarse, al volverse poder, la 4T ha destruido una gran cantidad de organizaciones civiles e instituciones autónomas, ha construido un poder unipersonal; lejos de controlar y limitar la voracidad de los proyectos destructivos del neoliberalismo, los ha concentrado en el Estado; ha colocado en los puestos de gobierno a ineptos y corruptos, pero leales hasta la ignominia a su persona; gobierna mediante la extorsión, el miedo, el Ejército y ese nuevo brazo armado que son las mafias del crimen organizado, que en las épocas del PRI se llamaban “caciques”; por lo mismo, todo lo que ahora tiene un viso de transformación se le condena y persigue como “reaccionario”. Imbuida de la legitimidad que pretende haber recibido de los anhelos transformadores de la gente, la 4T los ha ido liquidando a fuerza de clientelismo y sometimiento. Al volverse régimen, la Transformación se metamorfoseó en el mismo dispositivo de poder que quería combatir. Entre la indignación del hartazgo ante lo intolerable y la transformación instalada en régimen se ha ido creando, como en las viejas revoluciones, el espantoso hiato de la dictadura.
¿Quiere decir esto que es imposible una verdadera transformación? Si la confundimos con los cadáveres revolucionarios del pasado y el que hoy es la 4T, habría que decir “sí”. Pero las verdaderas revoluciones y transformaciones, decía Jean Robert, las que se escriben con minúscula, siguen vivas. No deben entenderse como hechos cumplidos, teleguiados desde “arriba”, ni como levantamientos sanguinarios; son, como lo ha mostrado el zapatismo, procesos nacidos de un común. Implican “el reconocimiento de la presencia de lo mejor del pasado en el presente y el cuidado de esos saberes como semillas del mañana”; un proceso que, como la democracia, tiene sus primaveras, sus inviernos y nunca está acabado. Carece de un rostro único y no se le puede representar bajo una figura (un logo o un eslogan). Es libertaria, resiste a todo poder y tiene muchos rostros y figuras. “Puede ser un puente o un pliegue (que junta pasado y futuro), un zigzag o una espiral, un camino en la montaña o, mejor, una red de muchos caminos”.
La traición y el fracaso de la 4T –una reedición de las traiciones y fracasos de los grandes proyectos revolucionarios– no son, diría Robert, imputables a la gente que la engendró y para quienes los cambios prometidos por ella eran la expresión de su rechazo a lo intolerable. Hay que buscar sus causas “en el núcleo de valores duros que constituye el bagaje de los revolucionarios y transformadores profesionales: el servilismo hacia los o el que manda, el control de todos aquellos que piensan sin permiso oficial” y la pureza ideológica (gente comprometida con una sola y pinche idea). Hace no mucho, el subcomandante Marcos escribió algo así: hay los que buscan el poder como un timón que hay que descubrir, hay los que, creyendo haberlo descubierto, se lo disputan y hay finalmente los que parten al encuentro de los otros con las manos abiertas y sin afán de dominarlos. Estos son los verdaderos revolucionarios, los verdaderos transformadores.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.