Corría el año de 1915 y, en el contexto nacional, las cosas en León iban de mal en peor. Las haciendas, que daban sustento a miles de gentes, estaban casi en la ruina; las gavillas y alzados asaltaban continuamente en despoblado, pero también a la ciudad misma. 

El dinero en billetes de circulación no tenía valor alguno, pues carecía de respaldo y garantía; además, fusilaban a quienes llamaban conspiradores, sin nisiquiera saber contra quién se conspiraba. “¡Se vinieron…!” era un grito común entre la población, que ya estaba acostumbrada al tropel de los caballos, al desorden y al peligro.

A la sazón, Francisco Villa, general en jefe de la poderosa División del Norte, platicaba con su estado mayor a la sombra de un vetusto pirul, principalmente con el general Felipe Ángeles, diplomado en Francia y comandante de la temible artillería villista: “Prendamos un recuerdo, Ángeles, para írnoslo fumando… Acuérdese valiente cuando tomamos a Torreón. Ese general Obregón no vivirá para contar la próxima batalla que tendremos en el Bajío”.

Obregón tenía instrucciones de acabar con Villa. Por otro lado, el temperamental Villa, impetuoso y visceral, de reacciones espasmódicas, parecía no escuchar los consejos del general Felipe Ángeles: “Déjelos mi General, que vengan por nosotros acá en el norte”. 

Villa no escuchó y movilizó de Monterrey a Irapuato en dos días cincuenta mil efectivos, sin faltar su grupo de élite, “Los Dorados de Villa”. Los dos ejércitos chocaron en Celaya, empezando allí una serie de batallas de las más encarnizadas del México revolucionario. 

Del 5 al 15 de abril los dos hombres, que se odiaban, pelearon con toda fiereza y valor, dominando las dotes militares, la estrategia y frialdad de Obregón sobre la audacia del temperamental Villa. Este retrocedió de Celaya hasta Irapuato, Silao, Trinidad, Nápoles, El Resplandor. 

Las circunstancias obligaron a Villa a refugiarse en León y quedarse aquí, con su estado mayor, para esperar al general Felipe Ángeles, proveniente del norte, con su artillería.

Cuenta Federico Pohls y Rincón Gallardo en su libro “Añoranzas de León”, que el general Villa estableció su cuartel en la “Casa de las Monas,” ubicada en la calle 5 de Mayo, mientras su estado mayor pernoctaba en el Hotel Francés, donde nunca dejaban de escucharse música, eufóricos gritos y exclamaciones de sonoras carcajadas de damiselas que atendían a los generales de alto rango, sin faltar el tintineo de copas pletóricas de estimulantes tragos de coñac. Narraba el ex gobernador Rafael Corrales Ayala que “la Revolución se había hecho con coñac, que no con tequila”.

Los leoneses eran villistas, no obregonistas. Al fin, el 3 de junio arribó el general Felipe Ángeles con nuevos pertrechos. Este lanzó la mayor carga de artillería que jamás tuvo lugar en la época revolucionaria. De esta manera, con la ayuda del general Ángeles, Villa logró romper el cerco obregonista y alcanzar con uno tiro de obús al general Obregón, despedazándole el brazo; se encontraban justamente en la hacienda de Santa Ana del Conde, donde fue atendido en la sala de la hacienda amputándole el brazo derecho. 

Aunque algunos historiadores afirman que lo operaron en el carro hospital del ferrocarril que tenía el Ejército Constitucionalista, emplazado en la Estación de Trinidad, donde estaba el cuartel general. Postrado y doliente, el general Obregón, que nunca había perdido una batalla, quiso suicidarse con su pistola, pero se lo impidió el general Benjamín Gil. 

Por su parte, Villa no dejaba de atacar con su caballería y artillería, estuvo muy cerca de cambiar el rumbo de la historia precisamente en este Bajío, donde cincuenta años atrás los liberales derrotaron a los conservadores en Silao de la Victoria.

Reorganizado el mando, al frente Benjamín Gil con sus compañeros Murguía, Manzo, Diéguez y otros, se lanzaron con furia para romper la columna vertebral de la División del Norte: la caballería. Esta era comandada por el legendario Rodolfo Fierro, que no conocía el miedo, uno de los lugartenientes de mayor confianza de Pancho Villa, su gatillero y brazo ejecutor. 

Se libraron cruentos combates en los Otates, La Luz, Solana, El Resplandor, etc… En el Bajío se decidió La Revolución Mexicana, después de treinta y cuatro días de lucha, miedo, hambre y angustia de los pobladores de la ciudad. 

“En las crisis sociales, los caudillos se sienten guiados por una inspiración superior, casi divina. Se buscan los débiles a los fuertes, se juntan para construir el porvenir que se sueña glorioso y definitivo. 

Por el supremo derecho que en sí mismas encarnan las revoluciones, por todo eso, se forjó un nuevo país, una nueva carta social, una nueva constitución, que no solamente era ley, sino expresaba además los sueños, proyectos y anhelos de los mexicanos”: José Vasconcelos. 

En una visión marxista el Porfiriato sería la tesis; la Revolución equivaldría a la antítesis y la Constitución sería la síntesis, estadio superior de la contradicción. 

MTOP

 

 

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