Se ha celebrado en México una cumbre de la ultraderecha norteamericana. La Conferencia de Acción Política Conservadora, nació a mediados de los años setenta en Estados Unidos y ha sido, desde entonces, el gran foro del conservadurismo de aquel país. La feria que pone a prueba los nuevos liderazgos y que muestra el tono de su discurso. Desde hace poco, CPAC se ha convertido en sede de la extrema derecha mundial. Un desfile que hermana a los populismos nacionalistas de todos los rincones. Hace unos meses, en Dallas, el trumpismo que se adueñó de esa feria, convirtió a Viktor Orban, el primer ministro de Hungría en algo así como el guía de la Internacional Populista. Admiraban en él al eficaz destructor del orden liberal, al político popular que ha desmantelado, una tras otra, las precauciones institucionales, levantando un régimen autoritario y nacionalista. Orban es, quizá, el más impulsivo guerrero cultural de nuestro tiempo. 

El más resistente, también. Trump está fuera del poder y no ha iniciado con buen pie su campaña electoral. Bolsonaro está a punto de dejar la presidencia en Brasil. Putin sigue enredado en una guerra que no fue el paseo triunfal que imaginaba. La ultraderecha francesa ha vuelto a fracasar, mientras la incompetencia del populismo británico ha pasado factura. Solo en Italia ha habido buenas noticias este año para la extrema derecha. Por eso puede decirse que quienes llegaron a México a la fiesta del populismo nacionalista no representan una corriente ascendente, sino más bien, en repliegue. Con todo, el cartel fue representativo de esa derecha antidemocrática que pretende hacer causa común en el mundo. 

Hay, en efecto, una internacional nacionalista que se alía para levantar sus fronteras, para detener cambios que se perciben como destructores de la identidad, para regresar el reloj y restaurar valores tradicionales, para denunciar los derechos de las minorías. Si hay una cuerda común es el odio al liberalismo democrático. Ahí coinciden Trump y Orban; Putin y Bolsonaro. 

No deja de ser perturbadora la inserción de esta derecha mexicana a la corriente internacional. Se invita a Trump a un evento en México para ofrecer un mensaje especial. Se le vitorea como si el presidente que fue dos veces procesado por violaciones a la constitución, el golpista que sigue sin reconocer el veredicto democrático fuera un guadalupano fervoroso. Me sorprende cómo se admira a quien nos escupe. Entiendo que el Gobierno mexicano se haya visto obligado a entenderse con el patán. Lo que no puedo entender es que un grupo de católicos consideren a ese sujeto detestable como modelo político. Los trumpistas mexicanos hacen suyo el odio a México. Convertir a Trump en guía político es autodenigración. Es celebrar sus insultos, es acompañar su desprecio, es festejar sus fechorías. Es también aceptar la bestialidad de un tipo que consideró seriamente lanzar misiles a nuestro país.

No extraña que el extremismo reaccionario vea al socialismo y al liberalismo como enemigos de la tradición y de la identidad. Los liberales y los socialistas, se dijo en la feria ultraconservadora de Santa Fe, quieren destruir lo más sagrado: la vida, la familia, al ser humano. Pero aparece ahora una derecha que no parece actualización del viejo conservadurismo católico sino importación de la política del espectáculo y la provocación. Suscribe todas las conspiraciones; da foro a quienes rechazan la legitimidad democrática; alaba a los golpistas de antes y a los de ahora; emplea las tecnologías que difunden la mentira; entiende la política como una guerra de cultura.

Este populismo conservador que aparece en México de la mano del trumpismo es una novedad histórica. No sé si tiene raíz o si tiene futuro. Pero es algo nuevo. El viejo conservadurismo era tan enemigo de la amenaza del comunismo internacional como del peligro de la contaminación yanqui. En ambos veía fuerzas descatolizantes. Dos amenazas a la raíz profunda de México, desnaturalizaciones a la que había que oponerse ferozmente. Alabar a Donald Trump, a Steve Bannon o a la familia Bolsonaro representa un cambio profundo para la derecha mexicana. Un fascismo importado.

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