En julio pasado el New York Times abrió un espacio en sus páginas para que sus comentaristas detectaran un error relevante que habían cometido al ejercer la crítica. El mosaico es interesante. Paul Krugman piensa que la experiencia reciente es una lección de humildad. Me equivoqué, al estimar el impacto inflacionario del programa económico del gobierno de Biden, reconoce el Premio Nobel. Michelle Goldberg lamenta haber sido implacable con quienes fueron denunciados por el movimiento #MeToo. Llevada por la furia, perdí de vista lo importante que era cuidar el debido proceso. David Brooks advierte la fuente de sus miopías. Me equivoco siempre por las mismas razones. Soy lento. Tiendo a ver lo que pasa hoy con el molde de la realidad de ayer. La columnista de origen turco Zeynep Tufecky reconoce que su optimismo sobre el impacto bienhechor de las protestas era ingenuo. Mis deseos nublaron mi juicio. Las protestas de la Primavera Árabe no desembocaron en el cambio que imaginaba. Bret Stephens lleva la autocrítica hasta la lupa para ubicar la peor frase que ha escrito en su vida. “Si a estas alturas no consideras que Donald Trump es abominable, eres abominable.” Con mis certezas dejé de hacerme la pregunta elemental: ¿qué veían los trumpistas que yo no era capaz de ver? Los seguidores de Trump expresaban una rabia bien fundada. Que las políticas de Trump fueran tontas y contraproducentes no negaba que el enojo tuviera causa. No la entendí, dice Stephens.
El ejercicio del Times me parece ejemplar y me invita a pensar justamente en mi equivocación central sobre el régimen lopezobradorista. A cuatro años de iniciado el gobierno vale la pena buscar el error central de mi crítica. El error más serio y más grave que logro identificar en mi retrato de Andrés Manuel López Obrador es el haber visto en él una fibra pragmática que fue, en realidad, un simulacro. Me equivoqué al ver en las decisiones del candidato en su tercer intento y del Presidente en su inicio una plomada de realismo. Creí que la descomunal ambición histórica del nuevo Presidente lo llevaría a trascender el sermón y buscar la realización concreta. Me equivoqué. No puede haber pragmatismo en un hombre que carece de la elemental curiosidad por el mundo, que no siente el menor respeto por el conocimiento ajeno, que no va en busca de información confiable sino de aquiescencia. No puede haber pragmatismo en un dirigente que no es capaz de reconsiderar el rumbo si las cosas no marchan como se proyectaba.
Más que en su discurso, hecho siempre de simplificaciones eficaces, su equipo fundamentaba esa impresión de un liderazgo razonablemente pragmático. Creí que la invitación a moderados y a personas con experiencia administrativa era expresión de una voluntad de diálogo y de resultados que podría encauzar una ambición revolucionaria. Imaginaba que la invitación implicaba respeto. Era lo contrario. Creí que las opiniones de esos cuadros serían tomadas en cuenta para que la política pública considerara la evidencia, para que las decisiones se ajustaran a la ley. Fueron el decorado del capricho. Unos fueron ignorados, otros salieron por piernas.
El maniqueísmo se impuso sobre el realismo. La fantasía del quiebre histórico impidió apreciar una realidad que es mucho más terca que la ideología. Imposible sostener la palanca pragmática cuando el mundo se evade así. La “transformación” quedó reducida al cuento de la “transformación”. Al demonizar al neoliberalismo se canceló la posibilidad de conformar un diagnóstico certero de la realidad. Bajo el dictado ideológico, no es posible advertir fortalezas o aciertos en el pasado reciente. Todo, en bulto, al basurero. Toda la herencia era maldita. La política, más que reforma, se ha convertido así en exorcismo. Y arrancarle el demonio neoliberal a México no es asunto que requiera de juicio práctico, de una evaluación puntual de alternativas, de un examen constante de resultados sino unas cuantas fórmulas, repetidas cada vez con mayor vehemencia.
Me habré equivocado en muchas cosas más. La equivocación que a mí me resulta más evidente es esa: haber visto a un pragmático que templaría al radical. Si aquel hombre existió alguna vez, desapareció muy pronto.