La Historia encubre el desprecio de la experiencia. Se invoca todo el tiempo el pasado para desoír las lecciones recientes. Se trata de hablar de héroes remotos para no reconocer el mérito del reformismo cercano. Esa historia no es prudencia: es exaltación.
México acumuló una rica experiencia reformista. El camino habrá sido lentísimo, pero tenía una dirección y un método. Se avanzaba para insertar el pluralismo en las instituciones representativas, para asegurar la soberanía del voto, para emparejar el terreno de la competencia. La negociación abrió el cauce del reformismo. Las reglas del juego no fueron nunca impuestas por una mayoría sorda. Tratándose de la plataforma de las elecciones, resultaba claro que todas las fuerzas políticas debían ser escuchadas. No solamente se aceptaba que su crítica era legítima, sino que en su voz había propuestas dignas de tomarse en cuenta. El reformismo democrático comienza cuando el régimen deja de imaginarse como propietario de la legitimidad, como el único heredero de la historia.
La ruptura más profunda del régimen con la experiencia reciente radica en ese rechazo al método de la reforma. ¡Al diablo con sus negociaciones! Nunca habíamos sido testigos de un intento de reforma electoral que desechara, de inicio, la negociación. La esencia de esas conversaciones era la búsqueda del entendimiento. Se partía de la desconfianza, pero se creía en el acuerdo. Había agravios de un lado y temores por el otro. Pero en la ley podía encontrarse el consenso. Reformas de autoría múltiple que entretejieron logros y concesiones.
No es extraño que ese camino desembocara en un árbitro fuerte e imparcial que pudiera disciplinar a los contendientes. El conflicto encuentra equilibrio en las instituciones. En el IFE primero y en el INE después coincidieron todas las fuerzas políticas y por eso fueron construidas como organizaciones fuertes y solventes. Las sucesivas generaciones reformistas pensaron en el árbitro como un agente que tuviera el empaque para enfrentar a quienes buscan el poder con trampas y que estuviera dotado de una estructura capaz de organizar elecciones en un contexto complejo.
Ese logro y ese método es lo que rechaza el nuevo régimen. Quiere su reforma electoral y no le interesa abrirla a la participación de las oposiciones. El régimen, en efecto, pretende desmontar esa plataforma compleja que se construyó entre protestas e incontables mesas de negociación. Asume que la única voz que vale para cambiar las reglas del juego es la suya. No le interesa escuchar a las oposiciones ni a los conocedores y por eso quiere una ley electoral que provenga de una sola voluntad. Ni a los suyos considera el dictado de una corte ensimismada.
El régimen persiste en la destrucción del árbitro. Primero intentó que lo eligiera la porra, ahora lo quiere con silbato mudo y piernas lentas. El Presidente quiere un INE sin recursos y sin profesionales. Quiere un árbitro débil y torpe; un árbitro que sea testigo de atropellos sin sanción. Su animosidad lo ha llevado a repudiar la negociación que es el camino indispensable del acuerdo. Se ha dicho muchas veces. Para aprobar impuestos es suficiente una mayoría; para cambiar las reglas de la competencia electoral es de elemental sensatez buscar el consenso. Desoír a las minorías es una provocación. Por ese desprecio se avasalla a la Cámara de Diputados. No es solamente un escándalo de malas formas; es una violación a los principios constitucionales de la labor legislativa el aprobar una reforma tan compleja como la electoral en unos cuantos minutos y a ciegas. La mayoría morenista en esa asamblea votó a oscuras para modificar las reglas de la competencia democrática. Con una premura injustificable, aprobó cambios cuyos alcances ignora. El látigo del ejecutivo cancela al congreso como un espacio de deliberación y lo convierte en sello de sus rencores. El Senado tiene una responsabilidad enorme y el líder de su mayoría una oportunidad irrepetible. Les corresponde cuidar la solidez del árbitro y defender la dignidad del poder legislativo.
La demolición avanza: se debilita al árbitro, el legislativo se somete a los chasquidos presidenciales, las reglas del juego se rehacen por obsesión de un hombre.