Mi hermano Alejandro se nos acaba de ir. En tres días. Fue una leucemia fulminante. Nunca la vimos venir. Apenas cuando los doctores lo empezaban a tratar, su cuerpo ya no dio más. Estaba totalmente invadido por unos malditos leucocitos que no paraban de multiplicarse. No tenemos ni idea de qué le provocó ese cáncer. Fue al hospital por lo que creíamos era una influenza muy terca y ya no salió.

Él era el alegre en una familia donde no bailamos ni cantamos mucho. El segundo de cuatro hermanos y una hermana, siempre fue el travieso, el indispensable en las fiestas y reuniones familiares, el más generoso con su tiempo y su sonrisa. Psicólogo de profesión, era un gran escuchador y un maestro del consenso.

Ahora que tanto nos hace falta y que hago remembranza, Alex fue mi compañero de cuarto durante 24 años. De niños siempre compartimos cuarto, al igual que calzones y calcetines. Nuestras dos camas, en forma de L, estaban sobre una alfombra peluda color naranja y ahí nos encontrábamos cada noche hasta que me fui a vivir a Estados Unidos. Conozco su respiración —y él mis ronquidos— mejor que nadie.

Me acabo de dar cuenta que sigo hablando de él en presente. Tampoco he querido borrar el último texto que me envió. Es como tenerlo un poquito a mi lado, como estuvo por más de dos décadas. Él me puso mi primer apodo: Pote. Suponemos que viene de potrillo —porque yo corría mucho de niño— y Alex solo lo acortó y lo alegró. Él fue todo lo que yo nunca pude ser. Hizo pronto las paces con la vida, le exprimió cada momento y se echaba unas siestas envidiables.

Si el éxito en la vida se mide por el número de amigos, Alex ganó. A su apresurado e inesperado funeral estuvieron todos esos amigos que hizo en la primaria, un grupo que se ha seguido reuniendo varias veces al mes durante décadas. Nunca he recibido abrazos más apretados, con los hombros inundados de lágrimas, que los que me dieron los amigos de Alex en su velorio.

Alex odiaba ir al doctor. Entre sus angustias principales estaba el esperar los resultados de unos exámenes médicos. Por eso me lo imagino en su cama de terapia intensiva, rodeado de doctores y aparatos, preguntándose lo que le iba a pasar mientras abría sus pestañotas en esos ojos azules.

Pero hasta el final, me cuentan mis hermanos, estuvo convencido que iba a salir adelante. Así era él. Él había vencido la polio de niño —con la ayuda de una cabeza rota de una estatuilla de San Martín de Porres, según cuenta la leyenda familiar— y ahora solo estaba preparándose para su siguiente batalla. “Sigan hablando de mí”, me dijo riéndose, en la que sería nuestra última llamada.

“¿Qué pasa cuando uno se muere?”, le pregunté a una de las pocas personas que conozco que podría contestar esa pregunta. Alfredo Quiñones es un amigo de la familia y uno de los neurocirujanos más talentosos y famosos del mundo. “No sé lo qué pasa cuando uno se muere”, me dijo en el funeral y tomándome de los hombros con sus manos milagrosas, “pero sí sé que cuando el cerebro muere, hay una energía que se escapa, que ya no está ahí”.

En esa energía que se escapa se basan todas las religiones. Cuánto quisiera yo tener fe en momentos como este. Sin embargo, la biología me intriga y me inquieta tanto como la metafísica; Alex —que tanto se cuidaba y que tenía una cabellera completa— murió a los 63, casi a la misma edad que nuestro papá.

Su muerte me sorprendió mientras volaba de Miami a Ciudad de México. Al aterrizar, un mensaje frío me rompió las esperanzas de verlo con vida o, al menos, de despedirnos. Desde entonces he estado tarareando algunos versos de “Elegía” —la canción de Joan Manuel Serrat con letra de Miguel Hernández— y me siento un poquito menos solo y triste. El arte sana:

No hay extensión más grande que mi herida

Lloro mi desventura y sus conjuntos

Y siento más tu muerte que mi vida…

No perdono a la muerte enamorada

No perdono a la vida desatenta…

Todos perdimos algo con la muerte de Alex. Pero nunca he escuchado un llanto más desgarrador que el de mi mamá, en la noche, sentada sobre la orilla de su cama, luego de un largo día de pésames. Nada se compara con el dolor por la pérdida de un hijo o una hija. “¿Es verdad lo que ocurrió?”, me preguntaba ella, entre sollozos.

Alex murió como hubiera querido; en un día de fiesta, mientras millones en el planeta celebraban el triunfo de Argentina en el Mundial del futbol. Estoy seguro de que hasta hubiera hecho una broma al respecto.

Escribo todo esto porque no sé hacer otra cosa que me ayude a paliar el dolor. Pero lo que sí sé es que, tras una fuerte pérdida, Alex —mi inolvidable y relajiento compañero de cuarto— nos habría empujado a todos a celebrar con más fuerza la vida, la familia, los amigos y esta temporada de fiestas.

Va por ti, Alex.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *