Las sorpresas son parte de la vida. Las gratas estimulan, las ingratas nos pueden destruir. Por eso tratamos y debemos prevenir en todos los terrenos, las enfermedades por ejemplo, para que no haya sorpresas.

En el fondo, tanto las personas como las naciones buscan normalidades, no deseamos sorpresas ni en los alimentos, ni en los traslados, ni en nuestros ingresos o en nuestras relaciones personales. Sin embargo la normalidad con frecuencia es utilizada como sinónimo de mediocridad. Cuando decimos “es un tipo normal”, indirectamente le asignamos una carga peyorativa, no esperes nada grandioso de él o ella. De un artista podemos exagerar expectativas, no así de un cirujano, o de un piloto o… de un gobernante. La anormalidad tiene límites, nos amenaza.

Ese estigma de mediocridad provoca que los inseguros se propongan como extraordinarios. Fue el caso de AMLO, se vendió a sí mismo como un hombre virtuoso, con capacidades y habilidades fuera de lo común. Su gran gracia era la sencillez: barrer la corrupción de arriba para abajo; perforar un pozo petrolero, igual como hacer un hoyo; crecer eliminando excesos y mil más. En “simplicilandia” los principios eran elementales, “no mentir, no robar, no traicionar”, lealtad por arriba de capacidad. Quinto año de la 4T, el dolido enojo social, es un amplio reclamo de normalidad. Qué los mejores médicos y especialistas, sanen la salud pública, que haya ¡vacunas y medicamentos por favor!; que expertos en educación indiquen cómo podemos recuperarnos del golpe de la pandemia; que los aeropuertos sean decisión de ingenieros capaces, normales; que al Metro se le dé el mantenimiento normal. Las anormalidades nos ahogan. El fondo es ético.

La normalidad otorga aprobación tácita a las intenciones, no se discuten. Suponemos que un médico quiere curar, se puede equivocar. De un piloto suponemos que –al igual que los pasajeros- quiere conducirnos y conducirse a un puerto seguro. De un educador damos por hecho que desea la mejoría de sus pupilos. Si tuviéramos la menor duda de las intenciones, jamás acudiríamos a ellos. Tanta anormalidad no es normal, por eso los cuestionamientos sobre las intenciones invaden a los mexicanos. Es falso que quieran pacificar al país, pactaron con los narcos. Es falso que quieran abaratar los costos del INE, una bicoca en relación con sus despilfarros, lo que quieren es cerrar la puerta a la diversidad y apoderarse de México. Es falso que sean un grupo comprometido, son una camarilla de asaltantes que se encubren. Falso que no existan empresarios privilegiados, por eso la multiplicación de las asignaciones directas. ¿Cero impunidad?

Las intenciones perversas son las que explican el comportamiento anormal de la camarilla. No querían violencia en Culiacán y por eso lo soltaron, eso dijeron. Ahora no les importó. Dado que las explicaciones son ya patéticas -defender al plagio frente al robo (recontra sic, diría Monsiváis)- los mexicanos buscan en el horizonte normalidad: gobernantes que sepan de lo que hablan, que estudien y que sean leales a las intenciones que deben enarbolar. En esta recuperación del país hay dos frentes muy evidentes. El primero es el externo. Biden y Trudeau están dispuestos a dar las batallas legales y políticas que el T-MEC les permite. Más allá de las sonrisas, vinieron a reclamar y exigir normalidad. En los hechos -la CFE en Sonora y la Secretaría de Energía con las marometas del panel emplazado- el gobierno mexicano ya recula. Perder los paneles flota como espada de Damocles sobre México. Era previsible, ellos no cederán.

La segunda esperanza es interna y muy seria, la marcha en defensa del INE, fue un anticipo del enojo. El regocijo generalizado por la elección de la ministra Norma Piña, es otra prueba de ello: una juzgadora de carrera con intenciones probadas.

“Simplicilandia” nunca existió. El México de normalidades, ya dio un paso al frente.

 

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