Las democracias mueren por dentro. Casi siempre. No se defendieron lo suficiente o se les permitió a elementos extremistas violar la ley y crecer sin límites o contrapesos. Las instituciones se debilitaron y cuando la gente reaccionó, ya era demasiado tarde: tenían a un tirano mandando.
Hay muchos ejemplos de democracias que colapsaron, como la de Chile con la llegada de Augusto Pinochet al poder o la de Venezuela con Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Estas democracias no eran perfectas pero lograron elegir legítimamente a sus presidentes. Sin embargo, no pudieron controlar las fuertes corrientes autoritarias dentro del sistema — los militares en Chile y el chavismo radical en Venezuela — y con el tiempo, o incluso de manera abrupta, la democracia se esfumó.
En un solo día, con un golpe de Estado en septiembre de 1973, Chile pasó de ser una democracia dirigida por un presidente elegido con el voto popular a una dictadura militar liderada por un general y una junta castrense. El caso de Venezuela fue más bien paulatino pero constante y, en el lapso de solo dos décadas, el país se transformó en una dictadura con tintes cleptocráticos.
La lección: las democracias, aunque pueden parecer estables, son frágiles. No las podemos dar por sentado.
En 2017, el Centro Pew contó 96 democracias entre 167 países con una población superior al medio millón. Así que actualmente hay muchas más naciones con sistemas democráticos que las que había a fines de la Segunda Guerra Mundial. Pero no cantemos victoria: la expansión democrática por el mundo no es sinónimo de permanencia. Hasta una democracia sólida con más de dos siglos de existencia, como la de Estados Unidos, está en riesgo.
Hoy quiero escribir sobre eso.
Es un error gravísimo no tomar en serio a Donald Trump, quien busca un nuevo mandato presidencial en 2024. Su “gran mentira” — como se le conoce a la teoría de que él, y no Joe Biden, ganó la elección presidencial de 2020 — es un serio peligro para la democracia estadounidense. La mayoría de los republicanos —alrededor del 70 por ciento, según varias encuestas— cree en la mentira de Trump. Pero lo más grave es que, en este momento, hay muchos políticos y congresistas en Washington que piensan lo mismo.
Son los infiltrados.
Al menos 220 republicanos que manifestaron dudas sobre los resultados de las elecciones presidenciales en 2020 ganaron en las votaciones de 2022 en sus candidaturas para ser gobernadores, secretarios de Estado, fiscales, senadores y congresistas, según el conteo de The New York Times. Este es un ejército de escépticos de la democracia.
Y esos mismos funcionarios que cuestionaron el triunfo electoral de Biden o que, incluso, se negaron a reconocer legalmente su victoria — en inglés se les conoce como “election deniers” — ahora ocupan puestos con influencia política real. CNN informó que 11 de los 17 comités de la Cámara de Representantes, ahora controlada por el Partido Republicano, serán liderados por políticos que votaron por rechazar el triunfo de Biden en la pasada elección presidencial.
Dentro del Congreso en Washington ya hay una semilla antidemocrática.
Esto quiere decir que Estados Unidos, una de las democracias más poderosas y longevas de la historia, tiene dentro de su estructura de gobierno a cientos de personas que no creen en uno de los principios más básicos de la democracia — la confianza en el sistema electoral — o que, sencillamente, se niegan a aceptar que su candidato perdió. Esto es muy delicado. En un momento de crisis, ¿cómo van a votar y a actuar estos políticos? ¿Van a defender la democracia estadounidense o a Trump?
Los malos ejemplos se copian. Así como Trump se negó a reconocer su derrota en 2020, Solomon Peña, un candidato republicano que contendía para ocupar un lugar en el Congreso estatal de Nuevo México, también se rehusó a reconocer el triunfo de su oponente demócrata en las elecciones de noviembre. Peña — un partidario de Trump — perdió contundentemente esa elección: obtuvo 26 por ciento del voto y su oponente, el 74 por ciento.
Pero Peña fue más allá que Trump. De acuerdo con las acusaciones de la policía de Albuquerque, Peña orquestó una serie de ataques con armas contra las casas de sus rivales políticos. Hoy está detenido y enfrenta 14 cargos criminales.
El mal ejemplo antidemocrático también llegó a Brasil. El pasado 8 de enero miles de personas invadieron el Congreso, el Supremo Tribunal Federal y las oficinas presidenciales en Brasilia en un fallido intento por sacar del poder al recién instituido mandatario Luiz Inácio Lula da Silva. Hubo muchos daños materiales y la policía encargada de proteger las instalaciones fue fácilmente doblegada por los manifestantes. Afortunadamente, los militares brasileños no hicieron caso a los llamados de insurrección y de golpe de Estado.
La insurrección en Brasil fue muy similar a la que protagonizaron miles de seguidores de Trump en el Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021. En este, varias personas murieron y muchos de los manifestantes querían que Trump se mantuviera en la presidencia. No lo lograron. Pero este episodio dejó al descubierto la vulnerabilidad de la democracia estadounidense. La conclusión de una larga investigación del Congreso fue: “Ninguno de los eventos del 6 de enero pudo ocurrir sin él”, refiriéndose a Trump. Y, a pesar de la amenaza que representa para el sistema democrático de Estados Unidos, Trump está, una vez más, buscando la presidencia.
Esto demuestra que ninguna democracia está permanentemente a salvo.
“Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado democrático nos protege automáticamente de tales amenazas”, escribió Timothy Snyder en su libro Sobre la tiranía. “Se trata de un reflejo equivocado”.
La democracia estadounidense ha sido infiltrada. Ya estamos advertidos. Nadie podrá decir que no sabía.