Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, reza el dicho popular. Se llama formalidad y es parte del tejido social. Los formalismos tienen mala fama: muchos son inútiles, entorpecen, estorban. De ahí el rechazo. Pensemos en la vestimenta o en ciertos protocolos que pueden ser ofensivos. Si comparamos a las sociedades actuales con las del siglo XIX, esas formalidades se han relajado mucho, sobre todo en el ámbito privado, por ejemplo, en las ceremonias de matrimonio. Pero en lo público, la formalidad, el cumplimiento de ciertas formalidades, es imprescindible. Al final del día, la vida es imposible sin ellas.
En el ámbito público el relajamiento de la formalidad tiene límites muy claros. Violentarlos puede ser delicado. Cada protocolo, cada ceremonia, cada ritual, tiene significados, le habla a los ciudadanos. Las formas nada tienen que ver con el carácter progresista o conservador de un gobierno. Felipe González, el gran transformador de la España moderna, se manejó tres décadas dentro de los rituales monárquicos. Mitterrand cuidaba mucho las formas. Es válido cuestionarlas, modernizarlas, actualizarlas. Las sociedades cambian, es parte de la naturaleza humana. La vida política también. Pero el camino no comienza con el desprecio hacia ellas como forma de gobierno. Romper la formalidad no es en sí mismo progresista. Falso. Una ceremonia puede ser sustituida con otra fórmula, pero debe ser imaginada previamente.
Un ejemplo, los excesos del Informe Presidencial llevaron a una ruptura abrupta. En 1988 Muñoz Ledo interpeló al presidente De la Madrid. En el protocolo de la ceremonia, no cabía la interpelación. Allí se inició una cadena de experimentos fallidos. Llevamos más de tres décadas sin encontrar un nuevo acomodo institucional. La ciudadanía perdió y mucho. La obligación presidencial –art. 69, CPEUM- es rendir el Informe frente al Legislativo. Eso ya no ocurre. La ceremonia ha devenido en espectáculos caprichosos.
Otro capítulo triste para la República, fue la toma de posesión de Felipe Calderón. Ver al presidente de México aparecer entre los cortinajes del recinto legislativo por habérsele impedido el acceso, no debe causar orgullo. ¿Qué ganó México? Nada.
Esta administración ha mostrado un enorme desprecio por la formalidad. La desaparición del Estado Mayor Presidencial, para sustituirlo por una guardia disfrazada de civil, es una burla a la ciudadanía y una ofensa a los militares que allí cumplieron sus delicadas funciones. Las intervenciones del actual mandatario mexicano en las Asambleas anuales de la ONU, provocan vergüenza. Verlo explicar la venta/rifa/renta del avión presidencial, fue patético. La grosería en las relaciones diplomáticas con España -segundo país inversor en México- será un capítulo imborrable en la historia de la imprudencia. La interminable intervención presidencial en la conferencia de prensa con Biden y Trudeau -“mirándose las agujetas”- roza con un acto demencial, de pérdida del sentido de realidad.
Lanzar más de 86,000 mentiras y respuestas engañosas (Centro de Análisis SPIN) desde la sede del Poder Ejecutivo -el Palacio Nacional- es otra forma de destrucción de las ceremonias republicanas. Con ellas se ha convertido a la edificación -que simbólicamente debe unir a los mexicanos- en un incansable surtidor de insultos, calumnias, agresiones, mentiras y falsedades. Un salón emblemático de Palacio Nacional, que lleva el nombre de Guillermo Prieto, el gran liberal, es usado como trinchera de la metralleta verbal. ¡Que manera de manchar nuestra historia!
La ceremonia del 5 de febrero es un anclaje de la República. Los Poderes trabajan juntos, caminan juntos. La imágen de la mesa de honor del domingo pasado, es otra gran afrenta a las instituciones: ¡los militares antes que el Judicial y el Legislativo! Terrible retrato de esta gestión.
La recuperación de México deberá incluir a la formalidad republicana, que es otro patrimonio.
Nadie sabe….