Tras el paso de Aida por el Teatro del Bicentenario, me comentaba un amigo que el montaje le había recordado las famosas palabras de Jorge Ibargüengoitia: Los de Pedrones -dicen en Cuévano- confunden lo grandote con lo grandioso. Y quizás el montaje, diseñado por Michael Yeargan y donado a la Sociedad Artística Sinaloense por la Ópera de San Diego, con quien el Bicentenario coprodujo la ópera, pueda parecer desmesurado, pero es importante recordar que Aida nunca fue pensada para una puesta en escena pequeña

A principios de 1870, Verdi recibe de Camille de Locle un “boceto egipcio” de cuatro páginas pensado para componer una ópera francesa, famosa por sus fastuosas producciones escénicas. Verdi, aunque no la concibe especialmente para ser estrenada en Francia, exige “vastas proporciones (como si estuviera destinada a la Grande Boutique), la Gran Tienda, como Verdi denominaba a L’Ópera”, aunque el contrato provenía de la Ópera del Cairo con estreno casi simultáneo en un teatro de enormes proporciones como La Scala de Milán

Entre enfebrecido y fascinado por el tema, con la ayuda de Antonio Ghislanzoni, que figura como el libretista en italiano, Verdi compuso los cuatro actos (y según dicen, adecuó buena parte de los textos) en cuatro meses. Además, aceptó prorrogar el estreno egipcio porque la escenografía se quedó varada meses en París por el sitio prusiano de la ciudad. 

Aida se desenvuelve en un Egipto imaginario, donde se le pide a Radamés vestir sus armas en el templo de Vulcano (deidad grecorromana) o se ejecuta a los traidores enterrándolos vivos en un templo (algo contrario a los ideales religiosos, pues pirámides y templos eran sagrados). Algunos acusan a sus personajes de ser lisos y caer en contradicciones absurdas. Verdi concentró más su trabajo en el drama y en lograr un efecto avasallador en el auditorio: una orquesta monumental, marchas, ballets, concertantes, coros, grandes arias y sucesiones de melodías que habían cimentado la fama del compositor de Busetto. Aida no nació para escenarios modestos, así que inaugurar un teatro chico como el Juárez con una ópera de estas características parecería un verdadero despropósito. Y quizás ligar por ello este título operístico con Guanajuato, como lo afirma el lamentable texto de presentación rubricado por el gobernador en el programa de mano, otro tanto. 

Pero esas son minucias, porque lo importante, lo grandioso, fue cómo se montó en el Teatro del Bicentenario en una pospandemia que nos quiere acostumbrar a presupuestos raquíticos para la cultura. Porque la Aida que presenciamos el pasado domingo, esa que requirió tres años de preparativos y cuyos contenedores parecían ya formar parte del estacionamiento del teatro; esa que conjuntó de nuevo a empresa privada y fondos públicos; esa soberbia producción, dirigida musicalmente por Enrique Patrón de Rueda, es digna de las grandes salas del mundo. 

En cuanto a las voces, nadie pudo quedar indiferente ante las capacidades de María Katzarava y su gran Ritorna vincitor!; o de Andeka Gorrochategui, tenor de un espectacular desarrollo vocal en los últimos años, con un desempeño generoso hasta el límite de sus capacidades. Lástima que no cerrara bien el Celeste Aida, que habría rendido al público desde la primera escena, única mácula en una salida rutilante. Las voces jóvenes como la de Rosa Muñoz como Amneris, o la de Rodrigo Urrutia como el Faraón, fruto de disciplina y trabajo bien dirigido, auguran carreras sólidas. Laura Leyva, en un papel muy breve como Sacerdotisa de Fthá, impactó por su soltura, potencia y precisión.

La escala en que Verdi ideó Aida exige grandes coros, el trabajo de los dirigidos por Jaime Castro Pineda reforzados con elementos procedentes del Conservatorio de Celaya hizo las delicias de un público que agotó los boletos de las tres funciones, y cayó rendido tras el concertante final del segundo acto: aplaudió emocionado y de pie durante varios minutos. Y esa emoción se sostuvo escena tras escena, pues no hubo merma en la calidad de este espectáculo tan depurado por músicos, bailarines y escenógrafos, y tan ansiado por el público del Bicentenario, sometido de forma incondicional hasta el último estallido de aplausos que siguió a la despedida subterránea de Aida y Radamés. En medio del desierto como arte de magia había surgido una prodigiosa orquídea.

Nos es imposible concebir la grandeza propuesta por la retórica del gobierno estatal, pero vivimos durante unas horas la ideada por Verdi en esa formidable puesta en escena de Aida. Muchas gracias a todo el equipo del Bicentenario: nos han hecho volver a soñar. 

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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