Busqué muchas veces a Ignacio López Tarso. Hablamos en el camerino de un teatro sobre una película censurada, La Sombra del Caudillo, hablamos en un café que estaba cerca de la ANDA y hablamos también por teléfono horas y horas, hasta que un acceso de tos le impidió continuar. Estaba ya próximo a la muerte.

Yo quería tener la historia de Macario, de El hombre de papel, de Vainilla, bronce y morir, de Nazarín, de La Estrella vacía, de La Cucaracha, de El Gallo de Oro, de Tarahumara, de La vida inútil de Pito Pérez, de El profeta Mimí, y de Cayó de la gloria el diablo.

Pero a él el cine mexicano le parecía un accidente. Prefería verse y recordarse con capa y penacho, ascendiendo las escalinatas de la Pirámide del Sol, en Teotihuacán, en lo que a él le parecía “la mejor obra de teatro que se ha escrito en México”: Moctezuma II, que dirigió Sergio Magaña, y a López Tarso le provocó que Luis G. Basurto le dejara de hablar.

-Se enojó muchísimo Luis. Fui tan idiota que dije que nunca se había escrito en México algo como Moctezuma II, y salió en los periódicos, y Luis me odió. “Qué miserable, qué ingrato”. Pero un día Vicente Leñero me dijo: “Querido Ignacio, tienes razón. Nadie ha escrito nunca en México una obra como esa”.

Moctezuma II.

No pude verla. Se estrenó diez años antes de mi nacimiento.

“Don Ignacio -le dije-. No sea injusto. A nosotros no nos quedan sus obras de teatro, a nosotros nos quedan sus películas. Yo vi El profeta Mimí en el cine Tlacopan y durante varias noches no pude dormir. Yo vi La Sombra del Caudillo cuando la desenlataron y quisiera que me hablara sobre eso: quisiera que me hablara sobre el cine”.

Tengo unas cuartillas con todo lo que López Tarso me contó. Serán, tal vez, parte de un libro. Quiero recordar aquí un momento de su vida que me resulta extraordinario. Hay un momento en la vida de todos en el que las puertas del futuro se abren de golpe.

A López Tarso se le abrieron en Merced, California. Se había ido a trabajar de bracero en unos campos de naranja, porque su familia era pobrísima y, como dijo él más tarde, “simplemente no tenía dónde estar”.

Un día cayó desde un naranjal, a seis metros de altura, y se partió en dos la espina dorsal. Nadie lo ayudó. Lo pusieron en un tren rumbo a México. “Con un dolor del carajo, vi pasar los pueblos frente a la ventanilla del tren, hasta que llegué a Buenavista”.

López Tarso caminó cinco o seis horas llorando, sentándose en las banquetas, hasta la Basílica de Guadalupe. Ahí vivía su familia. En una calle encontró a su hermano Alfonso: “Ayúdame, soy yo”, le dijo.

Le hicieron una operación brutal: quitarle 30 centímetros del fémur, para injertárselo en la columna. Pasó un año cuatro meses en cama. Solo tuvo dos cosas: un radio en el que escuchaba a la Sinfónica, y un libro, un libro, porque un libro es el que nos salva siempre.

Eran los Nocturnos de Xavier Villaurrutia: “Todo en la noche vive una duda secreta: el silencio y el ruido, el tiempo y el lugar”.

“Tuve que volver a aprender otra vez a caminar, y cuando lo hice fui a Bellas Artes para que Villaurrutia me firmara mi libro”.

Fue maravilloso lo que ocurrió. A Villaurrutia le quedaba menos de un año de vida. Daba clases de teatro en el tercer piso de Bellas Artes y le dijo a López Tarso: “Quédate a mi clase. Te firmo el libro al salir”.

Y López Tarso se quedó. Debo decir que no se llamaba López Tarso, sino Ignacio López López. Me dijo esto: “Ese día olvidé quién era y dónde estaba. Lo que vi en el escenario me maravilló”.

“Quédate”, le dijo Xavier. “Pero no te puedes llamar López López. ¿Qué te parece que tu nombre de actor sea, por ejemplo… López Tarso?”.

@hdemauleon

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