La voz del poder no es una voz más en la conversación pública. La voz del poderoso carga, inevitablemente, una dimensión impositiva. La primera imposición es obvia: tan pronto se emite, la palabra del poder es una orden para todos los subordinados. Las expresiones del presidente definen el rumbo de la administración. Los sermones matinales no son simples mecanismos de comunicación que explican y defienden decisiones que se toman en otra parte. Hasta la explicación más superficial se convierte en interpretación oficial del mundo. La conferencia diaria tendrá formato de kermés, pero es el ámbito privilegiado de decisión en este gobierno.

La voz presidencial emplea los recursos del Ejecutivo para hacerse oír. Se envuelve de los símbolos del Estado y de la nación. Se proyecta, de manera intimidante, desde la sede presidencial. Se le difunde con todos los recursos públicos. Con nuestros impuestos financiamos el circo diario que es tomado por el oficialismo como revelación de infinita sabiduría. La voz presidencial no es equivalente a las páginas de un diario, el manifiesto de un grupo social, la postura de una figura pública. Por eso merece trato distinto. La expresión debe tener libertades anchísimas. Pero la expresión del poder debe regirse por un código especial. Entiendo que debe haber lugar para la crítica severa, para la burla, para el cuestionamiento de los dogmas más extendidos. No debe establecerse nunca un tribunal de la verdad que decrete lo que es falso. Sigo pensando que la mejor respuesta a la publicación de una idea ridícula es la exhibición de su absurdo. Creo que ese derecho de la crítica llega a incluir el derecho a ofender. Una caricatura que no hiere es una viñeta. 

Pero el discurso que se emite desde el Estado no es cualquier discurso. No lo es por porque lo financiamos todos con nuestros recursos, porque trasmite decisiones y, sobre todo, porque, como mecanismo de poder, altera la esfera de los derechos de la gente. El discurso presidencial tiene efectos inhibitorios de la libertad de expresión. Emplear el púlpito presidencial para agredir a los críticos, usar la plataforma del Estado para injuriar a la prensa independiente, hablar desde el Palacio Nacional para difamar a todo aquel que se separa de la línea oficial afecta las condiciones en las que debe desarrollarse la discusión libre.

He dicho que desde la presidencia se agrede, se injuria, se difama. Resalto que, desde ahí, no se debate. No hemos encontrado réplica a los cuestionamientos de la prensa, no hemos escuchado la presentación de datos que contradigan la versión de la crítica. Lo que escuchamos de lunes a viernes es una descarga de insultos furiosos. La réplica implicaría el respeto elemental que hay a la discrepancia. La consideración de que la voz del otro merece ser escuchada y que los argumentos del otro exigen contestación razonada. Pero ese respeto no se asoma por ningún lado. Lo que se observa es el intento de demonizar la crítica. Los críticos son agentes del extranjero, los críticos son moralmente repulsivos, los críticos son traidores que continúan una larga historia de traiciones, los críticos no pertenecen al verdadero pueblo.

La voz presidencial tiene propósitos explícitamente punitivos. El hombre que descree de la ley apuesta por el castigo fulminante de la opinión pública. Eso es lo que busca: estigmatización de la crítica. Se habla desde el Palacio Nacional con el propósito declarado de que el grupo de sus enemigos preferidos pierda toda honorabilidad. El presidente condensa odios y los proyecta contra las voces independientes. Se nos invita a ser espectadores de fusilamientos simbólicos.

En la palabra presidencial no vemos el ejercicio de un derecho, sino el abuso de un poder. La libertad de expresión no se coarta solamente a través de la censura. También se limita a través del hostigamiento sistemático. Ese es el enorme mérito de la demanda que Denise Dresser ha presentado contra el presidente de la república. La palabra presidencial es un recurso poderosísimo que debe emplearse con responsabilidad. Si puede convocar, también aplasta. Si es capaz de construir un relato que entusiasme, también puede envenenarnos y arropar la violencia. La difamación no es facultad presidencial.

 

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