Todos pensaban que era sólo una casa, una serie de paredes mudas, pero se equivocaron, ¿Quién se atrevería a pensar en la multitud errante de voces que la habitan?

Piden turno para hablar, a quien quiera escucharla por supuesto, porque es sabido que hay oídos sordos a conveniencia y mentes que juran no recordar nada. 

En nuestro mundo abundan los personajes pintorescos que van por ahí pregonando historias falsas para convencerse a sí mismos, para acallar sus remordimientos a base de repeticiones. Porque una vez laxa la conciencia y poseedores de un argumento acorde con sus intenciones, la maldad y el atropello vienen por consiguiente, es entonces que ejecutan su verdad falsa con destellos de cobre. 

Camino enfrente del zaguán, sé quién vivió ahí, aunque ahora sólo moran las palabras. Por ejemplo, ayer que cayó el aguacero, la señora gritaba que cerraran las ventanas, y también quería saber si ya no había ropa en los tendederos. Pero su eco, cruzó hasta el cuarto de la plancha, rebotando como pelota desinflada sin respuesta, se columpió en la telaraña que invade el comedor desde hace meses.

Sí, abandonaron la casa, no hay siquiera un letrero que prometa un futuro dueño, alguien que aguzando el oído, se siente en el porche a ver cómo bulle de gente la alameda, como se transforma el parque en una marea ruidosa que se marcha al caer la noche, y con las horas, vuelve el silencio y corren las ardillas. Sí, porque las hay, yo las he visto pero eso es otra historia que no nos atañe ahora. 

Eso dicen las voces de la casa, pero, ¿qué dicen las tuyas? ¿Esas que se te quedaron vibrando  como las ondas de un diapasón? O les ordenas guardar silencio y distraes el pensamiento y con indiferencia finges no oírlas. Pero están ahí te lo aseguro, todos funcionamos igual, a todos nos pasa lo mismo.

En mí, hay voces duras de pedernal que acusan y sangran, otras suaves como las nubes, no esos nubarrones negros que hablan a gritos, no, sólo nubecitas blancas. Hay otras burlonas, sarcásticas, envidiosas y crueles. Voces mentirosas, abundaban, de tanto sembrarlas en el ambiente, fue abundante su cosecha, para no ser descubiertas se escondían tras las cortinas, se metían debajo de la alfombra, otras más, salían presurosas entre el mosquitero contaminando la mañana.

Sí, llevo cientos de vocablos vivos como las abejas de un panal, al igual que la casa, soy una mujer habitada. Me gusta escucharlas porque descubro muchas verdades a destiempo, a algunas, las acallo, porque ya no admito su veneno ni sus minimizaciones. Otras, las más preciadas, las tengo seguras en el capelo del tiempo para que perduren por siempre. También hay otras ausentes o muy escasas, casi inexistentes. 

Se fueron, abandonaron la casa, no se quién cerró finalmente la puerta antes de partir, ahora brota largo el pasto y el patio está lleno de hormigueros. Cada vez que camino por su acera, esa casa parlante de recuerdos me pide que me siente a escucharla, quiere justificarse, dialogar o mentirme, como lo hicieron los personajes que olvidaron sacar sus voces de los roperos.

Y esto, me pone a pensar en mi vida que se escribe en la argamasa de la mía propia  sin pedir mi permiso, con una caligrafía clara, visible, sin tachaduras, que algún día, alguien se sentará y escuchará su voz contándole mi vida al detalle.

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