El hecho. El presidente López Obrador recibió un trato privilegiado cuando se contagió de COVID: le instalaron una unidad de terapia intensiva en Palacio Nacional, acondicionaron una oficina al lado de la suya para que tuviera un doctor monitoreándolo permanentemente, ese doctor era el jefe de los médicos del Insabi y le dieron un medicamento exclusivo que el gobierno no autorizaba para todos los mexicanos a pesar de que ya la tenía en bodegas y ya estaba suministrándose con gran éxito en muchas partes del mundo. Así lo exhiben documentos militares hackeados por el grupo Guacamaya que revelamos anoche en el noticiario de Latinus a mi cargo, en un reportaje de Ana Lucía Hernández. El gobierno siempre difundió que el presidente estuvo estable.

El debate. ¿Un jefe de Estado tiene derecho a privilegios? ¿Es la salud del presidente de un país un asunto de seguridad nacional y gobernabilidad? México es uno de los países más importantes del mundo: es la economía número 17, el 11 más poblado, el 14 más grande, tiene 3 mil 500 kilómetros de frontera y un envidiado tratado de libre comercio con la mayor potencia del planeta, por tanto un líder nato de la región latinoamericana, forma parte del G-20, y durante un tramo de la pandemia y el inicio de la invasión rusa a Ucrania tuvo un asiento y llegó a presidir el Consejo de Seguridad de la ONU. México es un país grande, poderoso, importante, aunque muchas veces los presidentes no hayan entendido este rol geopolítico. Prácticamente todos los jefes de Estado de las naciones más importantes del mundo gozan de seguridad extraordinaria, atención médica especial y una serie de privilegios asociados al trabajo que desempeñan, al hecho de que representan al país que gobiernan. En el caso particular de la salud de un mandatario, ésta tiene repercusiones en la vida económica, política y social de un país, y justamente por eso no pueden ser tratadas como un ciudadano común y corriente. Una cosa es que el hijo del presidente se dé trato de magnate a costa de los militares y del presupuesto público, y otra que López Obrador reciba los privilegios inherentes al cargo de jefe de Estado.

La crítica. Andrés Manuel López Obrador escondió los privilegios a los que tuvo acceso durante el tiempo en que estuvo contagiado de COVID. ¿Qué hubiera tenido de malo decir que a él le armaron una unidad de terapia intensiva en su casa, que tenía doctores 24/7 al lado de su oficina, transparentar con todas sus letras que había recibido el Remdesivir que era deseado por todos los pacientes contagiados? En la mañanera apenas esbozó que había tomado un “antiviral especial”. El presidente y su gabinete optaron por esconder la verdad para agitar la propaganda de que López Obrador es un ciudadano más de un pueblo adolorido por la pandemia. Una farsa más. Como esa de que usa un coche sencillo cuando lo vemos en camionetones blindados. Como esa de que rechazó los lujos de Los Pinos, pero vive en un palacio virreinal.

La conclusión. No es el privilegio, es la hipocresía. El engaño y la simulación como forma de gobierno.

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