Es ya un lugar común decir que la violencia y sus víctimas no son interés del Estado. Tanto las cifras de muertos y desaparecidos como los índices de impunidad lo muestran todos los días desde hace varios lustros. Frente a ello, la pregunta que debemos hacernos es: ¿realmente tenemos un Estado? Si su vocación fundamental –dar seguridad, justicia y paz– está alterada ¿podemos hablar de su existencia o acaso hablamos de un tipo de Estado que habría que entender de otra manera?

Según Hannah Arendt, un Estado que “fabrica cadáveres”, como el nazi, o crea “pozos de olvido”, como el estalinista, es un Estado totalitario. México no lo ha sido. Sin embargo, desde Calderón hasta López Obrador, pasando por Peña Nieto, el Estado mexicano no ha dejado de producir muertos, casas de seguridad, fosas clandestinas, desapariciones y terror como en los regímenes totalitarios. Con la diferencia de que quienes lo realizan son poderes, aparentemente ajenos al Estado, como el crimen organizado, y de que esos gobiernos han sido democráticamente electos, sus consecuencias son idénticas: el abandono de sus ciudadanos o de los migrantes a fuerzas que pueden amenazarlos, desaparecerlos, torturarlos y asesinarlos, la fabricación de fosas clandestinas y el miedo. Me parece, en este sentido, que si no estamos frente al totalitarismo, estamos ante una mutación que muy pocos quieren ver y que se ha apoderado del Estado sin más.

La razón –lo mostraron Arendt (Los orígenes del totalitarismo) y Günther Anders (Nosotros los hijos de Eichmann)– es que la base del totalitarismo no está tanto en la ideología como en la utilidad que el industrialismo y sus cadenas productivas llevaron a la política. El mal radical de los Estados totalitarios, dice Arendt, está en relación directa con un sistema tecno-burocrático para quienes los seres humanos “se han tornado superfluos” en función de intereses de poder. Si seguimos pensando en términos utilitarios –alerta Arendt–, “el peligro de las fábricas de cadáveres y los pozos del olvido será mayor porque el aumento de la población y de los desarraigados hará que las masas se vuelvan constantemente superfluas”.

Esto está sucediendo en México y en otras partes del mundo. Ya sea que se busque una rentabilidad económica como en los regímenes neoliberales o política como en el populismo obradorista, los seres humanos, a semejanza de los totalitarismos, se volvieron superfluos. Pero también, como en ese tipo de regímenes, rentables. El sometimiento mediante la extorsión, el secuestro, el cobro de piso, la trata, el comercio ilegal, el miedo, además de dejar mucho dinero, genera poder. Sólo que, para hacerlo, el Estado no crea estructuras policiacas y penitenciarias –como las SS, la Checa, el SIM de Trujillo o los Halcones del echeverrismo–, ha concesionado su labor al crimen organizado y al ejército. En eso se parece a la “zona gris” que describe Primo Levi. Una zona aún más intrincada porque ya no se circunscribe al lager, sino que dispersa en todas partes hace que en su compleja red participen no sólo víctimas y verdugos, sino también ciudadanos, partidos e instituciones del Estado.

No estamos, pues, ante una tiranía, una dictadura o una variedad del despotismo –eso pertenece a épocas preindustriales–, sino ante una mutación totalitaria. Asistimos a lo que libros como el de Arendt, Anders, Solzhenitsyn, Levi y tantos otros nos advirtieron: que esa cosa volvería a ocurrir de otras maneras bajo sociedades utilitarias y corrompidas como la nuestra.

Quizá a eso, entre otras cosas, se deba el encumbramiento populista de AMLO. Pese a que los regímenes neoliberales reprodujeron la lógica totalitaria pactando con las estructuras y los intereses económicos del crimen organizado, el populismo obradorista ha incorporado a él los elementos que la cimentan: la mentira, la propaganda, las fantasías historicistas, la fabricación de culpables, las concentraciones de masas y el culto abyecto a la personalidad del líder.

Desde el surgimiento de la era industrial y los desarrollos tecnológicos, el alma humana, como lo mostró Heidegger, fue capturada por la inhumanidad de la máquina, del cálculo y la utilidad, y tiende a reproducirla. A veces de formas terribles e inauditas como en la Alemania nazi, a veces sórdidas y oscuras como en la Rusia comunista; a veces selectivas como en las dictaduras latinoamericanas, ahora azarosas y ambiguas en su horror como en las del México actual.

Mientras no llamemos a las cosas por su nombre y no tengamos el arrojo de ver que la colusión del Estado con el crimen organizado y su desprecio por las víctimas tiene su base en una lógica totalitaria, estaremos condenados a repetirlo con cualquier tipo de gobierno, como hasta ahora ha sucedido.

Me parece que en estas condiciones quienes lo resisten no están en las trincheras que reducen todo a una lucha entre democracia y populismo, una ingenua ilusión, sino entre aquellos pocos que se resisten a olvidar el horror y no tratan a las víctimas como casos aislados, nota roja o moneda de cambio, sino como un fenómeno de la vida política y de la lógica totalitaria del siglo XXI. Ellos resguardan los fragmentos de un mundo desecho que sólo el amor, que no pertenece a la lógica utilitaria, podrá recomponer.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

 

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