Unos dicen que se necesitan diez, otros que al menos cinco, algunos más, aseguran  que con uno es suficiente y sobrado. Solo unos intrépidos, afirman que basta con la aprobación de uno mismo.

Y yo les concedo razón, los primeros que debemos ser amigos y estrecharnos las manos somos nosotros mismos, puesto que un reino dividido está condenado a la extinción.  También es cierto, que la aprobación es una necesidad humana inherente a nuestra especie, y que pueden preguntarle al corazón. De no ser así, seríamos seres individualistas y sólo buscaríamos nuestra propia satisfacción, mas no es así. 

A todos nos gusta la valoración, la aprobación y el reconocimiento de nuestras acciones, aunque a veces nos encontremos con unos labios cerrados que no dicen nada por miedo a perder.  Su egoísmo, vive enroscado como una serpiente dormida dentro de su corazón, con modorra, suena su cascabel envidiosa cuando hay un logro o un avance ajeno. Y solo entonces, entorna los ojos como ranuras de odio, pero permanece inamovible en un estado de hibernación perenne.

No hay que confundir la valoración genuina de la adulación que abunda, de esa ponzoña dulzona, que con tal de conseguir algún beneficio, empalaga el oído para inflar el ego como un globo aerostático. Muchos creen bajo esta falsa influencia, pertenecer a una clase exclusiva y única de personas, ¡Oh que grandiosos y poderosos somos!, dicen para sí. Así de grande es el poder de la mentira, tan peligrosa como caminar por un campo minado que despedaza y desmembra al ser humano.

Y no es que vivamos para alcanzar el genuino reconocimiento, porque se convertiría en un condicionamiento de nuestras acciones, pero cuando se da, y más si proviene de una persona querida, un sentimiento de agradecimiento profundo, se instala en el corazón acelerando la respiración. Una alegría interna corre con prisa desgarrando el viento, permeando nuestro espíritu hasta sentirnos felices y plenos.

Ahora, detenida en mis circunstancias, reflexiono: ¿Cuántas veces emprendí, buscándolo en lugares equivocados, con la necesidad de ver la valoración de mi persona en unos ojos mustios?  Ignorante, lo sé ahora, del apremio que tenía mi espíritu de esas palabras, ¿cuántas veces, por cuánto tiempo?

Hasta que llegó un momento en que la madurez llegó a mi vida como  las estaciones del año, a pasos quedos, sin anuncios previos, sin notas al calce. Fue entonces que me unifiqué y decidí ya no seguir buscando, sí, ya no perseguí, valoré mi vida como quien ve su cosecha obtenida con arduo trabajo.  También es cierto, estaba cansada de estrellarme en la roca de tu mutismo egoísta, horrorizada de ver la serpiente dormida que llevas dentro. Que si de casualidad despertara, seguramente atacaría llenando a plenitud sus colmillos de veneno.

Ayer, fue un día especial, recibí muchas muestras de afecto y reconocimiento. Tú, me dijiste sentirte orgulloso y mi espíritu se alegró tanto que aún hoy está contento. Las palabras sinceras, tienen el poder de transformar y de edificar, de desatar nudos y de abrir puertas. Y en esos breves instantes, aunque tú no pudiste oírlas, todas mis células se unificaron en un grito fuerte, que avanzó con el impulso brioso de mi corazón alegre, y haciendo eco, se desplazó hasta abarcar mi ser por entero. ¡Gracias, gracias!, repetían contentas teniendo la aprobación de tu cariño.

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