En esta época de Semana Santa, sirve la ocasión para hacer algunas reflexiones ad hoc a la temporada religiosa. En la larga y agitada historia del catolicismo, la confesión de los pecados al sacerdote no existió siempre como una obligación. Es, hasta el siglo XIII, en el concilio lateranense, que se impuso la confesión privada para redimir los pecados y que, por cierto, resultó un poderoso instrumento de control político y mundano.   
Ciertamente, la jerarquía eclesiástica, al convertirse en depositaria de los más profundos secretos de la confesión, pasó a ejercer un poder inconmensurable sobre los reyes, la nobleza y, desde luego, sobre el resto de los mortales. “La información es poder”: Maquiavelo. Esto era un modo de entrometerse hasta en lo más íntimo de las vidas ajenas, ya que mediante la confesión conocían con lujo de detalle las andanzas, intrigas, fortunas y debilidades de los poderosos.
La historia es la siguiente: En los tres años que duró el ministerio de Jesús nunca hizo una llamada programática a la fundación de una Iglesia, como explica el teólogo alemán Hans Küng. La organización inicial solo apelaba al amor generoso que, para Jesús, estaba por encima del resto de la ley existente. A sus discípulos nunca les asignó jerarquías: “El primero entre todos sería el que más sirviera a los demás.
Con el tiempo, este movimiento fue creando una estructura administrativa, jerárquica, formada por un responsable administrador llamado obispo; además había diáconos, que también podían ser mujeres, que servían y ayudaban a los demás; finalmente, los presbíteros, ancianos encargados de los pobres, viudas y enfermos. 
Es interesante señalar que aún no existía el celibato para los que pertenecían a estas funciones, esto vino siglos después, como una medida económica disciplinaria. Así las cosas, lo que originalmente fue un movimiento político, social y religioso, del cristianismo embrionario, más tarde se convertiría en una poderosa organización compleja en sus intereses y jerarquías.
Innumerables debates se produjeron a partir de entonces dentro de las primeras comunidades cristianas, y diferentes Iglesias, que tenían su propio credo de las disímbolas interpretaciones que existían del Jesús histórico. Así las cosas, uno de los más importantes temas en debate fue el de la confesión. Por principio, no se sabe que Jesús confesara a alguien ni tampoco los apóstoles, toda vez que la remisión de las faltas, para algunas sectas judías, la otorgaba el bautismo porque se predicaba el fin inminente del mundo; al no llegar este fin inmediato y las faltas se seguían cometiendo, se consideró la necesidad de un segundo arrepentimiento o incluso de otros más… hasta que en el año 813 el Concilio de Châlons consideró eficaz confesarse directamente a Dios.
Pero fue el Papa Inocencio III quien hizo obligatoria para todos los cristianos adultos la confesión auricular. Esto ocurrió en el 1216, durante el Concilio de Letrán. Inocencio se autodeclaró ya no portavoz de San Pedro, sino representante de Dios en la Tierra; así se constituyó en uno de los cien hombres más poderosos del último milenio en la historia de Occidente, según la revista Life. Con la confesión, el poder papal sobre los reyes, la nobleza y todos los creyentes rebasó con todo al poder de los monarcas. Entonces se dijo que “el pecado ofendía a Dios”. ¿Pero cómo podía compensarse plenamente a un Dios ofendido? Se decidió que la compensación sería mediante un extraordinario dolor corporal: Ayunos, flagelaciones, encadenamientos. 
Entonces, luego discurrieron un modo muy lucrativo de sustituir la pena corporal: era mejor pagarle a Dios la infracción, a través de sus representantes, con dinero contante y sonante: “El rescate de la vida de un hombre está en sus riquezas”. De este modo se agregaron a las dotaciones eclesiásticas los tesoros de los pecadores acaudalados que pagaban por sus pecados pasados, presentes y futuros. Finalmente, esta práctica vino a justificar el jugoso negocio de las indulgencias. El monto del pago era proporcional a la magnitud de los pecados y a la riqueza del pecador. La institución del purgatorio era una tercera opción para los que morían sin haber cumplido cabalmente la penitencia. 
En una religión donde se nace culpable, es posible que los sentimientos de culpa agobien al creyente; esto debido a que desde su niñez le sembraron en su inconsciente culpas de pensamiento, palabra, obra y omisión, más las heredadas por el pecado original. 
¡Sí, siempre culpable! Pero no se sienta mal, las culpas no son heredables y los llamados pecados, insertados hasta en la médula, son solo errores inherentes a la condición humana… imposible renunciar a esta condición, lo raro sería no cometer errores.
Sea feliz, disfrute su vida, es corta, deshágase de esas culpas que le sembraron en su inconsciente desde que nació, no se las quede, deshágase de ellas y jubílelas. 
Platique con su conciencia y confróntela, así vendrá el acto supremo de reflexión. ¡Usted decida el método, pero descargue esos sentimientos de culpa que le sembraron desde niño, sea feliz! Disfrute sus vacaciones.

 

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