Al dolor, insulto. Frente a la exigencia de justicia, el presidente no tiene otro reflejo que la descalificación. Quien pide consuelo y claridad de un jefe de Estado recibe de inmediato la agresión verbal. El presidente no puede reconocer el sufrimiento de otros si no logra usarlo para su ventaja. Las lágrimas de una viuda son falsas porque no son lágrimas de éxtasis ante su divina presencia. El grito de justicia es hipocresía porque no sale de sus labios. Quien no idolatra al caudillo es un títere de sus enemigos. El megalómano no tiene otro vínculo con el mundo que el desprecio. El “amor al pueblo” es, en realidad, una extensión de su narcisismo. El presidente no escucha la voz de quien reclama. No es persona quien le exige respuesta: es títere de los peores intereses. ¿Quién te mandó a reclamarme?, pregunta con indignación el presidente a la mujer que le exigía que su gobierno respetara los derechos humanos y escuchara los migrantes. Para el presidente, una mujer justamente indignada no tiene voz propia. No es más que la mensajera de un grupo hostil. ¿Te envió la gobernadora? La llama “mi amor”. La acusación se envuelve en condescendencia. Desprecio y ofensa paternalista. A los ojos del presidente, el crítico carece de resorte interno. Es siempre un instrumento de perversos.

El crimen de Ciudad Juárez no es, por supuesto, una simple muestra de esa ceguera moral. Es, sobre todo, resumen de la irresponsabilidad hecha política. En la cámara de gases de la estación migratoria desemboca una política que desprecia la claridad en la conducción administrativa; una política de gestos que se desentiende de los procesos y de las consecuencias; una política de valentonadas nacionalistas que es, en realidad, sumisa. 

El gobierno federal es responsable de la muerte de cerca de 40 migrantes. No hay manera de negarlo. Más allá de las responsabilidades penales, hay una innegable responsabilidad política del gobierno de la república. Fue decisión de este gobierno el convertirse en muro de migrantes. Fue el gobierno de la república quien traicionó su compromiso de respetar sus derechos, mientras impedía su avance a la frontera para mantener contentos a los ocupantes de la Casa Blanca. Bajo la vigilancia del gobierno federal, una estación migratoria se transformó en cárcel y bajo su supervisión la prisión fue convertida en crematorio. De las condiciones de la reclusión no hay más responsable que el gobierno de la república. La inacción ante las llamas fue decisión de las autoridades migratorias. Entre las tragedias cotidianas ésta tiene un sello peculiar. Todo, desde el diseño de la política hasta la pasividad en el momento de la emergencia fue responsabilidad del gobierno federal.

Los migrantes no fueron víctima de los polleros que trafican con la desesperación de quienes se ven obligados a escapar de sus países. Los migrantes fueron víctimas de una política que los convirtió en mercancía de un trueque comercial. Los cadáveres no fueron descubiertos en un camión abandonado a la mitad del desierto. Los migrantes se asfixiaron en instalaciones de la Secretaría de Gobernación. No los mató el crimen organizado: los mató el gobierno mexicano. 

A la irresponsabilidad criminal se agrega una inhumana insensibilidad. Ninguna declaración de luto nacional. La primera reacción del presidente fue culpabilizar a los muertos. Ellos provocaron el fuego que terminó con sus vidas, dijo. Y unos minutos después, podía verse al presidente carcajearse. El hombre que tenía el alma destrozada, reía a boca llena. Al mismo tiempo, el Secretario de Gobernación tenía la desfachatez de anunciar sus ambiciones presidenciales mientras rehuía su responsabilidad acusando al canciller de ser el diseñador de la estrategia fatídica. El Secretario de Relaciones Exteriores, por su parte, se retrataba para las fotos de su campaña.

El populismo es una política de  responsabilidad. Los causantes del mal son, por definición, los otros: es el pasado o los de antes que conspirar para descarrilar el “proyecto.” Ese discurso no es inocuo. La irresponsabilidad mata.

 

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