Resulta para cualquiera de los amables lectores muy emblemática y significativa la época de Semana Santa que se avecina, como cada año, por lo cual, fuera de las tradicionales salidas a vacacionar a algún sitio de playa, quienes permanecen en su lugar de residencia por alguna circunstancia, por trabajo, por falta de recursos económicos, enfermedad, etcétera, suelen tener experiencias anecdóticas que se quedan en el recuerdo y trascienden el tiempo, precisamente por la identificación con ese periodo. Así pues, ocuparé estas tres entregas, con sendos relatos que se desarrollan precisamente en Semana Santa, con el trabajo de un abogado penalista Defensor.
Hace ya cuarenta y siete años fue cerrada la prisión quizá más famosa de México, conocida popularmente como “El Palacio Negro de Lecumberri”; sobre ella se han escrito varias obras, reportajes, filmado películas y documentales, con casos concretos y reales. Para un estudiante de Derecho por allá en 1970, como era yo, y con vocación o aspiraciones de penalista, despertaba en mí curiosidad y temor el solo nombre de “Lecumberri”. ¿Cuándo conocería esa prisión? Con los demás compañeros de generación, pocos eran quienes se interesaban en dicho tema, si acaso supe de alguna veintena, de entre mil ochocientos que integramos esa generación 1970-1974 en la Facultad de Derecho de la UNAM. Pero el destino me tenía deparadas varias experiencias.
En 1971 ingresé a laborar en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y a base de varios trabajos especiales fuimos ascendiendo de tal manera que con las diferentes adscripciones como en Agencia de Trámite, en Hospitales, en el Sector Central y por fin en las Agencias del Ministerio Público adscritas a los Juzgados Penales, los cuales se ubicaban alrededor del “Palacio Negro de Lecumberri” precisamente; estuve en 1973-1974 en esa Sección y tuve la oportunidad de perderle el miedo a ese lugar.
Ya se rumoraba desde 1975 que pronto se cerraría esa cárcel, para ese entonces con más de cuatro mil internos, en donde se hacinaban en diversos polígonos y áreas específicas de acuerdo a criterios de clasificación improvisados y caprichosos, con problemas de tráfico de drogas, alcohol, de sexualidad, cotos de poder y violencia, mucha violencia. Se estaba construyendo el Centro de Readaptación Social “Reclusorio Oriente”.
Recuerdo que era un lunes, de Semana Santa, de 1976, la última que subsistiría Lecumberri, pues en agosto se cerraría definitivamente, cuando me encontraba en receso de mi trabajo con una licencia con goce de sueldo, pues me preparaba para presentar mi examen recepcional para el viernes 23 de abril en menos de dos semanas, ya tenía impresa y entregada mi tesis y me la pasaba estudiando para ese desafío que entonces significaba enfrentarse en un aula a cinco sinodales.
Pues bien, ese lunes me llamó a mi casa la señora Aréchiga, una antigua cliente del despacho donde trabajé en 1970 y a quien atendí encargándome de cobrar las rentas de un edificio de su esposo, y logramos una amistad más allá del trabajo y nos frecuentábamos periódicamente, con angustia me comentó que habían detenido esa mañana a su esposo y lo habían llevado los policías judiciales a la Procuraduría, que le ayudara con ese asunto; no podía negarle ese favor, cuando indagué en el área de detenidos, me informaron ya lo habían puesto a disposición del Juez Décimo Séptimo Penal, Lic. Carlos Cardoso; afortunadamente ya conocía al Juez por conducto de mi amigo el Lic. René Paz Horta, Ministerio Público Adscrito, fui a hablar con el Lic. Cardoso y me informó que era acusado del delito de abuso de confianza por una depositaría infiel de unos bienes muebles embargados, que ascendía a varios miles de pesos, me dio permiso de hablar con el detenido y me advirtió que no podía ser defensor por no estar titulado aún, sabía de mi examen profesional hasta después de casi dos semanas, ya que desde antes lo había invitado.
Con el permiso del Juzgado Décimo Séptimo Penal, acudí a los ingresos del Penal de Lecumberri, pasé con el Oficial de Guardia, me acompañaba la Sra. Aréchiga, muy preocupada, su bellísimo rostro se veía marchito, aunque su cuerpo casi perfecto, bien delineado, siempre llamaba la atención, a sus 42 años, se conservaba muy atractiva; entregué el pase y de inmediato me advirtió el Oficial en voz baja casi inaudible -mi lic, va a necesitar dinero, cómo ve?- le dije -como cuánto?- y contestó –una buena lana, como mil quinientos, el pase es solo para el abogado, quiere entrar la señora?- vi a la señora Aréchiga como preguntándole y antes de que contestara, el Oficial dijo –no se lo recomiendo, allá adentro está muy feo y hay puros hombres, pero si quiere páseme cuatrocientos pesos-.
La señora Aréchiga movió su cabeza en sentido negativo, le dije -deme por favor algún dinero para ingresar-. Abrió su bolsa y me dio varios billetes de a cien pesos; había unas bancas de madera largas, enfrente de la barandilla donde nos atendían, ya habíamos traspuesto el monumental portón de dos grandes hojas de madera, en donde a los lados siempre había dos elementos de guardia, armados, y por una pequeña puerta sobre una hoja de las dos grandes, en donde había una ventanita, observaban y posteriormente la abrían, por allí habíamos ingresado; la señora Aréchiga procedió a sentarse y esperar; el azul marino de su atuendo, resaltaba la blancura de su piel.
Me dirigí hacia un pasillo ancho que remataba con una reja de fierro forjado muy vieja, y con divisiones de fierro para tres filas que se utilizaban para las visitas en general; esa vez estaban vacías; me enfilé por la de la izquierda y al llegar a la gran reja un guardia me inquirió y dijo –locutorios, verdad?-, -si- le respondí, -son cien pesos y si trae cigarros otros cien- le di doscientos pesos; cuando me abrió la reja para ceder el paso, allí ya comenzaba un patio amplio con piso de placas de una especie de piedra ya muy desgastada; el sol nos cayó a plomo y yo, como venía de un área techada más oscura, me deslumbré y cerré parcialmente mis ojos, tratando de cubrirme la luminosidad intensa con mi mano derecha a la altura de la frente.
Caminamos a la puerta de otro recinto, ya había entregado el pase antes, y el oficial le dijo a otro guardia –pásalo a locutorios, es fulano- dándole el pase –viene a ver a esta persona- señalando el pase –está en C.O.C.- nunca entendí qué era esa clave, solo que estaba en una sección de detenidos a disposición de un juez, pero aún sin auto de formal prisión, por lo que todavía no lo pasaban “a la grande”; esto es, a donde se encontraban los procesados y los sentenciados con apelación o amparo; porque los que estaban compurgando condenas definitivas los pasaban al penal de Santa Martha Acatitla.
El Primer Oficial se retiró y el nuevo que me recibió dijo –quiere ventanilla de locutorio o un privadito, son doscientos o trescientos pesos por veinte minutos- le di trescientos pesos para un privado, esperé unos minutos y luego apareció el Guardia en compañía del señor Aréchiga; (su esposa, como era costumbre había adoptado su apellido), era un hombre de aproximadamente 64 o 65 años de edad, delgado, alto, con aspecto muy demacrado y se le percibía cansado, aparentando más edad de la que tenía, obviamente con más de veinte años mayor a su esposa; nos encaminó el Guardia a un cuartucho en una esquina de esa sección, sin puerta y con sillas muy viejas y desgastadas, olía a orines y humedad, con una acidez que picaba la nariz; nos dejó solos. Continuará…